Paysandú, Viernes 16 de Septiembre de 2011
Opinion | 14 Sep Los altibajos --sobre todo bajos-- que se dan en las bolsas europeas y por reflejo en las de Estados Unidos, Asia y otras regiones del globo, indican que hay un estado de incertidumbre que está muy lejos de disiparse, y peor aún, esta sensación es realimentada prácticamente a diario por dosis crecientes de desconfianza en un mundo financiero especialmente sensible y temeroso a los riesgos.
Es que a partir de la crisis internacional de 2008 han cambiado los vientos en Europa, donde por muchos años se puso a sus países como ejemplos a imitar en cuanto a la creación de riqueza y sobre todo porque el desarrollo de sus grandes economías y avances tecnológicos permitían sostener un estado de bienestar apoyado en esquemas que parecían sólidos y eran referencia sobre todo para los países en desarrollo.
Pero bastó el empujón de la crisis inmobiliaria en Estados Unidos y el estallido de la burbuja financiera para que el efecto dominó de la crisis pusiera al desnudo graves falencias en la sustentabilidad de un esquema socioeconómico de bienestar que parecía inmutable.
Es que todo este esquema se basaba en que estábamos ante economías presuntamente sanas y con amplia disponibilidad de recursos para mantener desempleados, pagar subsidios a productores agrícolas con costos comparativos muy superiores al de los países en desarrollo y construir generosos sistemas de seguridad social.
Llegado el momento del sinceramiento de muchas de las economías europeas, donde Alemania ya ha quedado exhausta tras ser la “locomotora”, nos encontramos ante un déficit fiscal imposible de seguir financiando con endeudamiento, por lo que el desafío que tienen por delante es abatir los enormes costos del Estado benefactor, que pagan los sectores reales de la economía, para sustentar una recomposición en la forma menos traumática posible.
Como sucede en cualquier hogar cuando se gasta más de la cuenta, llega un momento en que se contrae más deuda para pagar las que ya se tienen y los costos van creciendo hasta que al final el esquema resulta inviable y se cae en un estado de implosión en el que todo se derrumba por utópico.
En el caso de Grecia, con un déficit fiscal insostenible, el “salvataje” de la Unión Europea no ha llegado a ser la solución, por la desconfianza que genera el haber gastado como nuevo rico sin pensar en el mañana, y se considera que la recomposición resultará imposible mientras se mantengan los mismos problemas estructurales.
Así, ante la emergencia, ya el gobierno de Atenas ha anunciado en las últimas horas que va a despedir 20.000 funcionarios públicos, muchos de los cuales pasarán a una prejubilación y a un estado de reserva durante un año en el que percibirán el 60 por ciento de su salario, para ser luego despedidos.
Por cierto una medida traumática y de honda repercusión social, que nos indica que cuando se tira la pelota para adelante para no hacer lo que se debe hacer en el momento adecuado, para no pagar costos políticos, se va generando una masa crítica que lleva en poco tiempo a medidas desesperadas que resultan mucho más dolorosas que las que se debieron haber adoptado para ponerse a a salvo del derrumbe.
Ante una muestra de esta magnitud en Grecia, ya seguramente hay otras naciones europeas que han puesto las barbas en remojo, porque el estado de bienestar construido después de la Segunda Guerra Mundial lentamente debe llegar a un sinceramiento, y se requieren nuevas políticas económicas que tengan en cuenta la realidad que se ha pretendido ignorar durante demasiado tiempo. No habrá más alternativa que reducir el gasto público y sincerar situaciones que se sostienen a bases de subsidios y proteccionismos encubiertos, como ejes de trabajo, pero en un marco de complejidades en las que también intervienen las expectativas y las especulaciones, y sobre todo, que las naciones europeas procuren seguir el ejemplo de Alemania.
Esto es ni más ni menos que asimilar la realidad, dejar de lado el ideal de trabajar menos y ganar más, de tener programas sociales en extremo generosos sin contar con recursos genuinos para ello, y apostar sobre todo a la premisa de la productividad y el esfuerzo, a la sociedad entre capital y trabajo con apoyo en la innovación tecnológica, y con un gasto público que se dirija a incrementar la competitividad de la producción, que es la receta que precisamente fue utilizada con éxito para salir del desastre de la guerra.
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