Paysandú, Lunes 07 de Noviembre de 2011
Opinion | 03 Nov Recientemente un jerarca del gobierno de España reflexionaba ante la prensa internacional que en visita que había realizado hace pocos días a la Argentina, cuando se refería a la crisis que se está registrando en Europa y sobre todo en su país, los auditorios que había encontrado tanto en el vecino país como en otras naciones de América Latina, tenían cierta expresión burlona o por lo menos sin la simpatía o solidaridad absoluta que él esperaba.
Dijo que creía que había en esa actitud cierto mensaje del “por fin le toca a ustedes” o “¿vieron?”, en el sentido de que la vida da vueltas y que hasta economías que se creían tan insumergibles como el Titanic en su momento, han encontrado el iceberg que las hace zozobrar.
Tal vez algo de eso hay, porque si de crisis hablamos, en América Latina la historia indica que hemos sufrido problemas económicos y sociales que se han alternado con dictaduras y profundos dramas que han conmovido hasta las raíces a las sufridas naciones del subcontinente, en lo que naturalmente gran parte de la culpa –casi nunca reconocida-- la hemos tenido los propios protagonistas.
En todos estos casos, las “lecciones” las hemos recibido del mundo desarrollado, sobre todo de los organismos internacionales de crédito como el FMI, cuyas “ayudas” han ido acompañadas de recetas económicas de ajustes con altos costos sociales, que seguramente las más de las veces eran inevitables. Pero lo que para ellos parecía muy fácil de aplicar por acá, ahora varios países europeos se rehusaron a practicarlo en sus tierras hasta que la sangre llegó al río. Tal es precisamente el caso de Grecia y asimismo en España, donde la última cifra de desempleo ha trepado nada menos que al 22 por ciento, el mayor de que se tenga memoria en ese país en la época contemporánea.
Pero si hablamos de drama social, sí podemos afirmar sin ningún temor a equívocos que crisis son las que hemos vivido los latinoamericanos, por lo menos a partir de la segunda mitad del Siglo XX, cuando se han conjugado una serie de elementos negativos como el de políticos populistas y gobiernos corruptos, con la puesta en práctica de recetas que han apostado a la intervención del Estado en todas las áreas posibles, a las que ha trasladado su ineficiencia y burocracia, a lo que a la vez ha contribuido un altísimo endeudamiento y déficit fiscal.
A ello se han agregado vulnerabilidades por el subdesarrollo y situaciones coyunturales que han disparado fugas de capitales, como fue en el caso de Uruguay la crisis de 2002, por la fiebre aftosa y la debacle argentina que dio por tierra con nuestro sistema de intermediación financiera. Han pasado ya algunos años, pero seguramente la mayor parte de la población recuerda aquellos momentos de incertidumbre, cuando se disparó el desempleo en el sector privado –los empleados públicos siguieron tan inamovibles como siempre-- y como consecuencia de la devaluación y la caída del poder adquisitivo se empobreció la mayor parte de la población y la actividad económica decayó drásticamente.
Felizmente de a poco se fue saliendo de este escenario y hoy pocos se acuerdan ya de esos aciagos momentos, al amparo de la favorable coyuntura internacional que ha potenciado los precios de nuestros productos primarios, precisamente porque en los mercados hoy afectados había poder de compra como para sostener una buena demanda de nuestros commodities.
Naturalmente, hablar de crisis en Europa y en Estados Unidos no significa lo mismo que en América Latina, porque hay otro poder adquisitivo y calidad de vida.
Pero las cosas han cambiado, por lo menos en países periféricos como Grecia y España –que siempre se consideraron las “Cenicientas” del Mercado Común Europea--, donde además de desempleo hay también problemas en muchas familias para acceder al sustento diario, al mejor estilo de América Latina y algunos lugares de África.
Esta también es alguna forma de globalización, al fin de cuentas, seguramente la más indeseada, porque si nos centramos en el aspecto puramente económico y del comercio, tenemos que tanto China como América Latina necesitan economías fuertes que les compren sus productos y así sostener la bonanza que se ha derramado sobre estos países, unos solo como abastecedores de materias primas y otro como exportador de productos terminados de relativa calidad pero accesibles a los bolsillos.
Lo que sí cabría esperar, cuando lentamente las cosas vuelvan a su cauce, es que se puedan generar mecanismos para una mejor distribución de la riqueza, tanto entre países desarrollados y emergentes como en lo interno de cada nación y región, para que el mundo sea un poco más justo y al fin de cuentas todos podamos vivir mejor, sin que unos lo hagan a costa de los otros.
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