Paysandú, Martes 06 de Diciembre de 2011
Opinion | 02 Dic El gobierno informó oficialmente que los restos óseos encontrados en el Batallón 14 pertenecían al maestro Julio Castro, desaparecido en 1977 tras ser detenido en la calle, en Montevideo.
Quien fuera atrapado por fuerzas de la dictadura recupera así su identidad, derecho esencial del ser humano, décadas después de su muerte, que ahora queda claro fue un homicidio. Más allá de la tranquilidad de renovar el viejo adagio de que la verdad siempre aparece, el esclarecimiento final del “caso Castro” abre no solamente esperanzas para los familiares de otros desaparecidos, cuyos restos podrían estar enterrados en ese batallón o en otros lugares, sino además --y eso es lo preocupante-- pone en duda conclusiones oficiales anteriores.
Es que la Comisión para la Paz, instalada por el gobierno de Jorge Batlle, había llegado a la conclusión de que los restos de Julio Castro ya no estaban en el Batallón 14, sino que habían sido exhumados, incinerados y arrojados al Río de la Plata en 1984, en el marco de la “Operación Zanahoria”.
Otro informe de las Fuerzas Armadas presentado en 2005 aportó información similar a la contenida en las investigaciones de la Comisión. Según los datos de los militares, “los restos fueron inhumados, en el Batallón 14, exhumados, cremados y esparcidas sus cenizas en la zona”.
No obstante, queda claro que aquel informe de 2001, de la Comisión estaba errado al menos en lo que refiere a Castro. Los antropólogos actuantes determinaron tras examinar el ADN nuclear, con un porcentaje de acierto de 99,944% que los restos pertenecieron al maestro Castro. Su secuestro y desaparición forzada en junio de 1977, cuando tenía casi 70 años, fue uno de los más emblemáticos para las organizaciones defensoras de los derechos de los desaparecidos.
La misma Comisión “resolvió” otros tres casos: de Oscar Baliñas, Antonio Omar Paitta Cardozo y José Arpino Vega.
No es malo reescribir la historia en la medida que nuevas investigaciones así lo ameriten. Tampoco nadie puede dudar de las buenas intenciones ni del rigor investigativo de los integrantes de la Comisión. Pero si vuelve a comprobarse que lo que ayer se consideraba una verdad incontrastable, el propio transcurrir de la vida humana permite determinar a veces que no era tan verdad y mucho menos tan incontrastable.
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