Paysandú, Jueves 01 de Marzo de 2012
Locales | 24 Feb BUENOS AIRES (Por Horacio R. Brum). En un tren, el viaje dura lo que dice el itinerario impreso; los vagones están impecablemente aseados, el aire acondicionado funciona y las estaciones a lo largo de la línea se ven limpias y seguras, además de estar integradas a servicios de todo tipo, como restaurantes, centros comerciales y parques de diversiones. En otro tren, el recorrido puede durar lo que determinen las averías del material rodante, los accidentes frecuentes o los conflictos sindicales; con suerte, se viaja en algún vagón limpio y sin las marcas de los vándalos urbanos; con más suerte aún, no se sufre ni se presencia algún robo, y se baja y se sube en estaciones que alguna vez fueron limpias y bien mantenidas.
En ambos ha viajado este corresponsal hasta el Delta del Tigre, una zona de la boca del río Paraná donde en verano se puede encontrar un bienvenido alivio de los calores de Buenos Aires. El primero es el Tren de la Costa, un ferrocarril turístico y vecinal autofinanciado; el segundo pertenece a la línea Mitre, de la empresa Trenes de Buenos Aires (TBA), una de las que, con enormes subsidios del Estado, sirve a los suburbios de la capital argentina. La misma que opera el fantasmagórico Tren de los Pueblos Libres a Uruguay --fantasmagórico porque en esta ciudad pocos saben de su existencia, y menos aún tienen idea de dónde se toma y adónde llega-- y la que acaba de ganarse las primeras páginas por el accidente en la estación Once, cuyo saldo de muertos y heridos todavía se sigue rectificando.
El pasaje al Tigre en el Tren de la Costa cuesta 16 pesos argentinos; en la línea Mitre, quince veces menos. Son casi 1.000 millones de dólares al año los recursos del presupuesto nacional argentino que van a parar a los servicios ferroviarios: el mayor porcentaje de todos los sistemas de transporte, pero donde peor son los estándares de calidad y seguridad.
Con récords mundiales de atrasos, que van desde diez horas hasta cuatro días, los ferrocarriles de Argentina fueron privatizados bajo el gobierno de Carlos Menem, al igual que el agua, la electricidad y la telefonía, y el Estado asumió el compromiso de entregar a las empresas sumas cuantiosas para mantener a los ciudadanos de este país en su eterna inocencia sobre lo que valen tales servicios en el mundo real. En el caso particular de los trenes, cayeron en manos de empresarios locales con buenas vinculaciones con el sistema político, lo que facilita la falta de control del destino de los fondos oficiales. A fines de 2011, por ejemplo, la empresa TBA había recibido 115 por ciento más de la partida presupuestaria asignada, sin que nadie le exigiera rendir cuentas de dicho exceso. Pero en esa época, TBA dio a Cristina Fernández de Kirchner una gran oportunidad para la propaganda electoral, con la amable tolerancia del gobierno uruguayo, al inaugurar el Tren de los Pueblos Libres, cuya operación no resiste el más somero análisis de eficiencia y rentabilidad.
Pasajeros arrojados por las ventanillas al intentar defenderse de los ladrones, trenes incendiados por turbas de viajeros enardecidas por las demoras, bloqueos de las vías e incidentes protagonizados por patotas sindicales, que terminan a balazos, forman parte de la vida diaria de quienes deben utilizar el servicio semi-público de los trenes de Buenos Aires, en manos de TBA y otras empresas.
A quien quiera conocer el infierno de la vida en una gran ciudad del tercer mundo, este corresponsal le aconseja que tome un tren en la estación bonaerense de Constitución, con rumbo a algún suburbio del sur. Allí podrá ver que lo ocurrido esta semana en la estación Once es sólo un efecto más de la amalgama de desidia, corrupción y populismo que parece trabar eternamente el desarrollo argentino.
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