Paysandú, Domingo 25 de Marzo de 2012
Opinion | 23 Mar Aunque finalmente el acto del Poder Ejecutivo del miércoles no fue el anunciado en principio como Día del Perdón, sino el reconocimiento de la responsabilidad del Estado durante la dictadura por el secuestro y muerte de la nuera de Juan Gelman, evidentemente para los uruguayos –la enorme mayoría-- que no integramos la guerrilla tupamara ni las fuerzas militares de represión, nos ha caído como “peludo de regalo” esta obligación --asumida por el gobierno por su particular visión ideológica-- impuesta por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, a la que recurrió la familia Gelman para obtener esta reparación.
El Poder Ejecutivo dio a conocer en el recinto de la Asamblea General una declaración por la que en nombre del Estado asumió la responsabilidad por este crimen --uno de los tantos-- cometido durante la dictadura, y a la vez el mandatario cuestionó la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, omitiendo decir que fue refrendada en dos oportunidades por la expresión del voto popular, nada menos, que es mucho más que la opinión del titular del Poder Ejecutivo en cualquier democracia.
Ahora, si la Corte Interamericana se pronunció de esta forma por un caso que se le planteó directamente, en esta oportunidad por la familia Gelman, cabe la interrogante muy legítima sobre cómo se actuaría en caso de que otras familias afectadas por desapariciones y asesinatos, tanto por los militares como por la guerrilla tupamara, obtuvieran similares fallos. Al menos en teoría el Poder Ejecutivo o el movimiento tupamaro debieran expresar públicamente su asunción de responsabilidad.
Este razonamiento pone de relieve que se ha exagerado por motivaciones políticas la forma de actuar, cuando otras naciones de la región, incluido el propio Brasil, han hecho caso omiso a fallos similares y actúan como si aquí no hubiera pasado nada, porque nadie se rasga las vestiduras ni se acuerdan de que existe un “fallo” de estas características.
A través de visiones hemipléjicas e interesadas nunca vamos a llegar a la reconciliación entre los uruguayos, para dejar atrás un pasado aciago que fue producto de la intolerancia y el extremismo, de mesianismos de uno y otro lado. Estamos ante hechos que se procesaron hace casi medio siglo ya y sobre los cuales todavía hay mucha carga de subjetivismo y pasión en base a posturas ideológicas y a tratar de trasladar las culpas a otros.
La gran víctima de esta irracionalidad ha sido el pueblo uruguayo, la enorme mayoría de ciudadanos que inequívocamente siempre se pronunció por la paz, y que por lo tanto nunca apoyó a la subversión tupamara ni al autoritarismo militar que luego devengó en la dictadura.
El pueblo uruguayo amante de la libertad, de la institucionalidad democrática, de las garantías individuales y defensor de los derechos humanos, quedó en aquel momento encerrado entre la violencia y la furia irracional del terrorismo de izquierda que pretendió hacerse del poder por medio de las armas, mediante secuestros, robos, asesinatos, copamientos, y que se alzó contra las instituciones democráticas ya a principios de la década de 1960, y los militares que fueron convocados por el poder político para contener a los sediciosos, y que en su soberbia arrasaron con las instituciones para dejar instaurada la dictadura.
Tanto los sediciosos como los militares actuaron por su cuenta, no representaron jamás al pueblo uruguayo, y en su pretensión de erigirse como únicos dueños de la verdad ignoraron absolutamente la opinión del soberano. Tanto unos como otros tuvieron como objetivo alzarse ilegítimamente con el poder, y la irracional apelación de imponer la violencia a las razones fue la que generó las condiciones para que gradualmente los militares fueran asumiendo las riendas del poder, consagrando el atropello a las instituciones y la conculcación de las garantías y derechos de los ciudadanos.
No puede obviarse que hay responsabilidades compartidas entre militares y tupamaros respecto a la espiral de intolerancia y violencia que fueron la génesis del período dictatorial que azotó al país. Por ello, cuando entramos en el terreno de determinar responsabilidades, no corresponde que sea el Estado solo el que las asuma o pida perdón. En esta instancia el propio presidente de la República, que habló en nombre del Estado, también debió haber reconocido el papel de la guerrilla que empuñó las armas en su momento contra un régimen democrático. Hubiera sido más inteligente haberlo hecho. Posiblemente en su interior el presidente haya tenido la intención de hacerlo por su propia cuenta, considerando la persona conciliadora que hoy ha demostrado ser. Pero de ser así, seguramente las presiones de su propio partido, donde el control en buena medida está en sectores que todavía siguen pensando de la misma forma que cuando se alzaron en armas, pudo más. Es una pena; con solo decir “también nos equivocamos” hubiera terminado de una buena vez con toda esta polémica, silenciado a la oposición y hasta ganado el respeto de la ciudadanía que no está alineada con la izquierda.
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