Opinion | 12 May De acuerdo a los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), en el mes anterior nuevamente descendió el índice de desempleo en nuestro país, al punto de igualar, con el 5,3 por ciento, el mínimo histórico que se había registrado meses antes, lo que es considerado como una pauta del buen momento que atraviesa el mercado laboral como consecuencia del empuje de la economía.
Un 5,3 por ciento es un porcentaje realmente bajo, es decir menos que el que se da en gran parte de Europa –debemos recordar que en España, en plena crisis, el desempleo está prácticamente en el 25 por ciento-- y en Estados Unidos, lo que indica que el país transitaría por la buena senda, con ocupación plena y por ende beneficiado por un círculo virtuoso que debería tener como una de sus derivaciones el mejorar sustancialmente la calidad de vida de los uruguayos.
Pero no todo lo que reluce es oro, sostiene el refrán, y basta con evaluar la forma en que se mide la ocupación –no desde ahora, por supuesto—para inferir por qué lo que indican los números no condice con lo que vemos cotidianamente, con enormes colas que se forman cuando surge alguna demanda de puesto laboral en nuestro medio.
Es que las encuestas sobre nivel de empleo se basan sobre parámetros diferentes respecto a la forma en que lo evalúa el ciudadano común, desde que se considera ocupado a quien trabajó por lo menos durante una hora la semana anterior, en el empleo que fuere.
Es decir que en lugar de un empleo se toma como ocupación una vulgar “changa”, que puede darse o no hoy o mañana, y aunque dé por sentado que el encuestado tiene capacidad de trabajar y desea hacerlo, no es lo mismo que tener un empleo fijo.
Ello confirma, por si alguien tenía alguna duda, que la fuerza laboral desocupada es mucho mayor que la que figura en las estadísticas, desde siempre, y que en esta coyuntura favorable de la economía persiste un desempleo estructural que es varias veces superior al de las cifras que se divulgan.