Paysandú, Martes 02 de Octubre de 2012
Opinion | 27 Sep Como suele ocurrir en nuestro país, generalmente por motivaciones políticas, se ha puesto por partes interesadas como un dilema entre “vida sí o vida no” la discusión respecto a la denominada Ley de Asistencia Reproductiva o ley de despenalización del aborto, como si de un lado estuvieran los buenos y del otro los malos, cuando estamos ante una problemática muy compleja, que atraviesa transversalmente la sociedad y por ende a los propios partidos, pese a que en el Parlamento haya posiciones casi monolíticas desde las bancadas partidarias convocadas a pronunciarse sobre la iniciativa.
En más de una oportunidad hemos analizado un tema que tiene implicancias desde el punto de vista filosófico, religioso, ético y moral, y por ende con una multiplicidad de argumentos posibles, la mayoría de ellos bien fundamentados, pero que en muchos casos desatienden la esencia del asunto, que es precisamente el eje del problema: el embarazo no deseado.
En la legislación anterior, un proyecto de similares características, tras ser aprobado por el Parlamento fue vetado por el ex presidente Tabaré Vázquez, y por lo tanto impuso su punto de vista por sobre el de todos los uruguayos en un tema en el que por supuesto, nadie es dueño de la razón.
Es que ante la ley que se propone, hasta ahora la alternativa ha sido dejar la ley vigente, que es una clara manifestación de hipocresía, porque penaliza sobre una situación indeseada y traumática pero aceptada en silencio por la sociedad, como es el aborto ilegal, mientras deja a la mujer de menores recursos indefensa y a menudo la obliga en los hechos caer en manos de inescrupulosos que efectúan prácticas abortivas sin ninguna higiene, poniéndola en riesgo de vida y muchas veces ocasionándole la muerte por hemorragias e infecciones derivadas de una intervención “quirúrgica” sin ninguna garantía.
En cambio, las mujeres provenientes de familias pudientes no tienen mayores inconvenientes en abortar, si esa es su decisión, rodeadas de todas las garantías posibles, en un quirófano y con profesionales especialistas en la materia. Cuesta poco inferir que no hay tal “defensa de la vida” en la legislación vigente, y que deben buscarse las máximas garantías posibles a la mujer de cualquier condición económica cuando se enfrenta ante un trauma de semejantes características, del que no se sale alegremente sino siempre volcándose finalmente por la opción que considera menos mala en determinadas circunstancias.
Nadie que tenga alguna idea más o menos vaga de esta problemática puede proclamar, sin un alto grado de hipocresía, que mediante esta norma se da luz verde para abortar, como si a partir de la despenalización bajo determinadas circunstancias cambiará en algo el escenario respecto a la cantidad de abortos que se hacen en Uruguay, puesto que ya se practican posiblemente casi tantos como se seguirían haciendo con la ley, sólo que hasta ahora se esconden a los ojos distraídos de la sociedad.
Quien llega a esta encrucijada lo hace siempre ante un fuerte estado emocional, ante presiones de su entorno y situaciones que solo alguien que se está enfrentando a esta situación puede evaluar, y lo peor que puede pasar es que al sentirse encerrada opte por caer en manos de delincuentes que sin ningún escrúpulo pretenden lucrar en medio de la desgracia de quien siente que no tiene salidas.
El proyecto aprobado en las últimas horas, precisamente, establece que previo a la realización del aborto la mujer deberá obligatoriamente solicitar asesoramiento médico a un “Comité Clínico” que funcionará en la esfera del Ministerio de Salud Pública, el que informará a conciencia a la mujer sobre las opciones que tiene ante el dilema que se le plantea, y sólo después que reciba la información pertinente y decida en consecuencia, estará en condiciones de interrumpir el embarazo dentro de las primeras doce semanas de gestación.
Pero en todos los casos, ante un tema de semejante trascendencia y connotaciones, la decisión no debe recaer en manos de un presidente o del Parlamento, sino que la sociedad toda debe ser convocada a pronunciarse a través de un referéndum, para poner punto final –esperemos – a una controversia de muchos años, en la que han sobrado posturas maniqueístas y un alto grado de hipocresía, con más expresión de convicciones que argumentos reales y planteado al fin de cuentas como un diálogo de sordos.
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