Paysandú, Jueves 11 de Octubre de 2012
Locales | 10 Oct (Por Horacio R. Brum). Habían sido cientos, incluso miles. Cuando este corresponsal llegó a Francfort, la capital financiera de Alemania, no quedaban ni siquiera 20 de ellos en la plaza del Banco Central Europeo, y una semana más tarde su número se había reducido a cinco o seis.
Acampados con plantas, flores, banderas, carteles, cigarrillos de marihuana y alguno que otro perro solidario, los manifestantes contra el capitalismo y los bancos internacionales, que varios meses atrás habían formado parte del movimiento de los “indignados”, ocupando espacios públicos simbólicos en varios países europeos y los Estados Unidos, ahora son una curiosidad turística, fotografiada por los chinos pudientes que visitan Europa en masa e ignorada por los banqueros, economistas y funcionarios que cruzan con paso rápido la plaza, identificada por un gran símbolo del Euro hecho de acrílico y acero.
A unas pocas cuadras, en la peatonal Zeil, la principal calle comercial de la ciudad, los turistas y los alemanes repletan las tiendas y los cafés; se ven menos personas sin techo que en los años anteriores y solamente los mendigos rumanos, que se han hecho verdaderos profesionales internacionales, con presencia incluso en Buenos Aires y Santiago de Chile, intentan sacar unas monedas de la culpa consumista.
No son diferentes las escenas urbanas en el este del país, donde los últimos rastros del comunismo van desapareciendo en casas y monumentos bellamente restaurados, ni en las playas del mar Báltico, cuyas blanquísimas arenas se cubrieron de bañistas con los inusuales calores que demoraron el comienzo del otoño, ni en el sur, donde este corresponsal disfrutó en una posada campestre de un magnífico ciervo a la cacerola por menos de 20 dólares, mientras veía pasar por la carretera un verdadero catálogo de autos y motos de los últimos modelos de las mejores marcas.
Con esos escenarios, Alemania parece estar muy lejos de las angustias españolas, las iras griegas o el caos italiano que los medios de comunicación han dado en describir como “la crisis europea”; tan lejos que casi 40.000 ciudadanos presentaron ante el tribunal constitucional un reclamo para bloquear la participación del país en los mecanismos de rescate económico de los que muchos ven como “esos irresponsables del sur”. El recurso constitucional fue rechazado, pero en buena parte de la sociedad persiste la idea de que los alemanes no tienen por qué pagar con sus impuestos el desastre sureño. “Si se dejaron llevar por sus políticos demagogos y populistas, tienen que hacerse responsables de ello”, comentó una abogada jubilada de Francfort, poniendo énfasis en la palabra responsables.
Es el asunto de la responsabilidad, individual o colectiva, el que parece determinar que los efectos de la crisis apenas se perciban en Alemania. Desde siempre ha habido en la sociedad una cultura del ahorro y es casi un punto de orgullo no recurrir al crédito, excepto para adquirir bienes mayores, como una casa. En los comercios casi no se ve el pago con tarjetas y no existen instituciones de crédito fuera del sistema bancario, que a su vez es sumamente estricto en las condiciones para acceder a un préstamo.
Por otra parte, hay en los empresarios una actitud conservadora ante el riesgo y la especulación, que les permite un crecimiento controlado, pero seguro. Además, ni en los mejores momentos de la economía los alemanes se dejaron deslumbrar por su crecimiento, lo cual sí ocurrió en el sur, y mantuvieron la mano firme sobre sus políticos, no eligiendo a los de verba más florida, sino a los de mejor capacidad de trabajo, aunque tuviesen una imagen más bien aburrida, como la actual jefa del gobierno, Angela Merkel.
Para los españoles, en cambio, el ingreso a la Europa desarrollada les dio un ánimo de haber llegado a la cima del mundo y, entre otras cosas, pronto olvidaron el pasado miserable que trajo a sus abuelos a comer a América, para mirar por encima del hombro a los “sudacas”, contratados para los trabajos que ellos no consideraban dignos. Los gobiernos se embarcaron en grandes obras públicas de prestigio, como la todavía inconclusa red de trenes de alta velocidad, que a diferencia de los magníficos trenes alemanes, depende de un gran aporte de tecnología importada y cara. La feria de Sevilla o las Olimpíadas de Barcelona tuvieron mucho de ceremonias de autocongratulación y mientras se exageraba el gasto social, hasta el punto de que para muchos se hizo posible vivir casi sin trabajar, nadie pedía cuentas de la fiesta.
Algo similar ocurrió en Grecia, donde ninguno se puso a pensar que una economía donde un rubro importante de exportación son los tomates no puede tener bases muy firmes para el progreso. En Italia, por otra parte, la sonrisa plástica de Berlusconi y el desprecio por los inmigrantes de sus socios políticos del norte del país atrajeron a muchos durante mucho tiempo, mientras la corrupción continuaba siendo una forma de vida en todos los ámbitos. Solamente en Bari, la capital de la región sureña de Puglia, hay en la actualidad más de 60.000 investigaciones por falsas pensiones de invalidez.
Demasiados millones de los fondos comunes europeos cayeron en esos agujeros negros y sirvieron para mantener los delirios de desarrollo consumista de los españoles, los griegos o los italianos, y a alimentar las aventuras especulativas de los bancos y de las empresas. Ni siquiera las estadísticas hicieron que se encendieran a tiempo las luces rojas, porque España, por ejemplo, tiene un desempleo superior al 20% desde mucho antes de la crisis, en tanto que en Alemania la cifra actual no llega al 6%.
Mientras los “sudacas” comienzan a volver a sus tierras, los españoles miran a Brasil, cuya política económica responsable lo está ubicando en los primeros puestos de las economías mundiales, como destino de emigración; en Alemania, la inmigración italiana aumentó 23% desde 2011, pero la hormiga todavía no se convence de que tenga que pagar la fiesta de la cigarra.
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