Paysandú, Jueves 18 de Octubre de 2012
Opinion | 15 Oct Es habitual que se considere fuente de autoridad cualquier cosa atrapada en Internet. De hecho, cada vez es más habitual que se considere fuente de autoridad todo lo que está en la red, sin que sea necesario que un autor sea responsable del texto o la imagen invocados.
Ya se ha hablado mucho de la posible malignidad de un método de ese estilo, desde la naturalidad del plagio hasta la impunidad de la calumnia y la injuria. Sin embargo, se ha comentado mucho menos el efecto simétrico: una suerte de ingenuidad que da por bueno e irreversible cualquier hallazgo sin necesidad de formular demasiadas preguntas. De noticia en noticia, lo que antes era misterioso, y complejo, ahora se revela en su desnuda sencillez, en su banalidad.
La costumbre de compartir lleva intrínsecamente la posibilidad de amplificar una mentira, una ilusión, un bulo como se lo llama frecuentemente en la red. “Lo comparto por las dudas” es una frase común que se une a las más descabelladas ideas. Desde que Facebook va a cobrar por su servicio y que solamente no lo hará si se comparte ese comentario, hasta acusaciones con fotos incluidas de los más graves delitos, especialmente vinculados con violencia doméstica o con delitos sexuales.
Todo se comparte sin preguntar. Todo parece refrendado como verdad solamente porque ha sido publicado en la red. Es como si fuera una suerte de tribunal supremo. No es necesario preguntarse si es la verdad. Apareció en Internet. Es más que suficiente.
Y sin embargo, resulta exactamente lo contrario. Internet es un excelente medio, pero tanto para los bien como para los mal intencionados. Y el hecho de que sea un medio habitual y corriente, no le quita peligro, especialmente en el caso de los más jóvenes y de quienes recién se integran a las redes sociales.
La información provista por fuentes anónimas, en la mayoría de los casos, pone desde el vamos en discusión la veracidad de la información. Y también debe ponerse en duda cuando proviene de fuentes inescrupulosas, que difunden sin certificar y están dispuestos a llegar a extremos que transforman una noticia en una difamación.
No es lo mismo el trabajo criterioso de los periodistas profesionales que el de los cuenta cuentos-chismes. Hay una diferencia profesional similar a la de los médicos y los curanderos. Lo más paradójico es que esta simpleza espiritual convive perfectamente con la sofisticación tecnológica.
Curiosamente, en paralelo a los grandes avances del conocimiento, hemos creado un mundo en el que un sabio difícilmente se hará oír y en el que cualquier necio lo tiene fácil para gritar. Con el agravante de que las estupideces de este último, congeladas en la red, serán eternas. O casi.
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