Paysandú, Lunes 19 de Noviembre de 2012

Jueces y verdugos

Opinion | 18 Nov En anteriores comentarios habíamos analizado que la falta de respuestas de los organismos del Estado, incluyendo a la propia justicia, a reclamos de vecinos por una mayor eficacia en la prevención y represión de actos delictivos, generaba y en alguna medida legitimaba, a los ojos del ciudadano común, que éste en determinadas circunstancias buscara hacer justicia por mano propia.
Es así que en forma cada vez más frecuente se han conocido casos de vecinos que se han organizado para establecer una especie de vigilancia barrial, con códigos de alerta para dar cuenta de la presencia de delincuentes o personas sospechosas, e incluso muchas veces interviniendo directamente para retener a ladrones cuando han intentado irrumpir en alguna vivienda o escaparse tras haber cometido el delito.
También son frecuentes episodios del uso de armas, sobre todo en la capital, ante las irrupciones de antisociales a hogares o comercios. Esto sucede porque además de la respuesta pasional tras ser víctima de un despojo o agresión, se agrega el convencimiento de que la Policía y la Justicia no están en condiciones de actuar a tiempo o de siquiera aplicar las medidas que corresponda a los delincuentes, que en el caso de que sean menores todos sabemos que ni siquiera responden por sus actos y las más de las veces delincuentes contumaces son dejados en libertad o son liberados al poco tiempo.
Esta degradación se da asimismo en casos en que más o menos se tiene identificados a los delincuentes, sobre todo en delitos de resonancia pública, como la violación y asesinato de una menor en Lorenzo Geyres, que llevó a que algunos vecinos buscaran venganza e hicieran sentir su repudio nada menos que prendiendo fuego la casa o apedreando la vivienda, cuando ni siquiera el o los presuntos asesinos estaban residiendo en ella, y por lo tanto sufrieron las consecuencias sus familiares, ajenos por completo al delito, los que igualmente tuvieron que abandonar la localidad ante el repudio de la población.
Sin ir más lejos, en nuestra ciudad, además de “escraches” que se han registrado ocasionalmente, en las últimas horas el episodio que ha conmocionado la opinión pública, que culminó con el procesamiento con prisión de una persona por el delito de atentado violento al pudor, ha reafirmado que ha cobrado vigor la impronta del “linchamiento popular” de presuntos culpables, arremetiendo contra sus bienes y sus familiares, con el mismo sentido de la caza de brujas de la Edad Media. Es que si bien alguno, por su cuenta, tendrá el convencimiento de culpabilidad --lo que se confirmaría o no en su momento-- también se corre el serio riesgo de que se esté “cobrando al grito”, como un mal juez, y se llegue a situaciones irreparables con personas inocentes como las víctimas de turbas enfurecidas.
Estamos ante una especie de “moda” que es producto de la época que vivimos, en una suerte de “argentinización”, en la que incide cierta disposición de muchas personas a erigirse en juez y verdugo de sus semejantes. Por supuesto, hay que ponerse en la piel de quien ha perdido un hijo, una madre, un padre, un hermano, o sus seres queridos han sido objeto de abusos, pero ello no amerita que se justifique que de alguna u otra forma quien así sienta se ponga a la altura de los victimarios, al fin de cuentas.
Asimismo, contamos con el factor agravante de las convocatorias y “manijas” que se promueven a través de las redes sociales, donde “alguien” --que nunca es responsable de lo que dice, asegura u opina ni se sabe bien quién fue llegado el caso--, lanza un rumor que al reproducirse en la red, se magnifica y se da por cierto. El punto es que cuando se publican fotos del o los “responsables”, se pone un nombre en boca de todos y hasta se generan “escraches” por ello, cuando la verdad sale a la luz el daño ya está hecho y resulta irreparable, porque la mancha siempre queda.
Quiérase o no estos comportamientos sociales son una manifestación más de la intolerancia y degradación de valores de los que son protagonistas sectores cada vez más amplios de la sociedad, que dan rienda suelta a impulsos por encima de la actitud racional, presas del inmediatismo, del “horror” del momento llevado hasta la exacerbación. No se miden consecuencias y la ley que impera es la de la turba, y se llega a límites que nadie en su sano juicio y en un análisis desapasionado de los hechos aceptaría. Prueba de ello es el reciente fallecimiento de un menor que había participado en un hecho ciertamente aberrante, dando muerte a una perrita a palazos mientras grababan todo en un video, y que sufriera durante todo este tiempo la condena social mediante amenazas, burlas y agresiones a través de las redes sociales y en la vía pública. El joven había sido trasplantado del corazón cuando tenía 11 años, algo que seguramente sus “justicieros” desconocían o directamente nunca les importó. Así, su suerte estaba echada y el pasado viernes una falla cardíaca terminó con su tormento, víctima de un linchamiento por Internet.
Mucho menos trágico pero también preocupante fue en nuestra ciudad el escrache al intendente Bertil Bentos al que se lo responsabilizaba por el envenenamiento de perros que sus propios dueños largan a la calle, sin preocuparles si muerden a alguien, provocan serias lesiones a algún motociclista o ensucia en casas vecinas. La “indignación” fue tal que justificó esa manifestación, como si el intendente fuese el verdugo.
Estamos entonces ante códigos y reglas sociales que se van extendiendo, donde se utilizan determinados patrones para medir las conductas de los otros pero que sin embargo son muy elásticos para hacerlo con la propia. Muchas personas de nuestra sociedad suelen embanderarse muy fácilmente con determinada causa, pero cuando se asume que se puede estar equivocado se salta muy rápidamente a otra, solo para seguir la dirección del rebaño, que es en lo que nos convertimos cuando la pasión oscurece el razonamiento y nos vamos metiendo inadvertidamente en los códigos de la Ley de la Selva.


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