Paysandú, Viernes 22 de Febrero de 2013
Opinion | 22 Feb En Argentina, ante una inflación real que duplica la que manipula el gobierno a través del instituto nacional de estadística Indec, y el “rezongo” del Fondo Monetario Internacional (FMI) por falsear los datos, el Ejecutivo dispuso encarar una lucha contra el aumento de precios, aplicando “tolerancia cero” para los que aumenten precios, en una medida de perfil similar a la que por ejemplo se aplicara en Uruguay a fines de los años 1960 a través de la Coprin por el ex presidente Jorge Pacheco Areco. En las últimas horas, tras constatar incrementos en supermercados de Mendoza y Chaco, el secretario de Comercio Interior del vecino país, Guillermo Moreno, dijo que “tiene que haber tolerancia cero en las variaciones de precios”, por lo que los supermercados y comercios adheridos al congelamiento que no respeten el acuerdo podrían sufrir sanciones.
Por orden del funcionario nacional, la provincia envió inspectores a sucursales de grandes supermercados en los que encontraron algunas variaciones en los precios de productos alimenticios no perecederos. La directiva de Moreno surgió a un día de que se conociera que los supermercados mendocinos no estaban respetando el congelamiento de precios acordado hasta el 1º de abril, informó el diario Uno.
El gobernador Francisco Pérez les pidió a sus funcionarios que hicieran llegar la documentación relevada a las oficinas de Moreno en Buenos Aires con datos claros: sobre 1.000 productos de la canasta básica que fueron tomados como muestra, se registraron 47 modificaciones en 20 sucursales.
El punto es que estamos ante cadenas de producción y distribución, y que de nada vale controlar los precios en el último eslabón, donde compra el consumidor, cuando en realidad todos los que la integran son tomadores de precios, que se van trasladando de un eslabón a otro de la cadena, empezando desde la producción, que a la vez se nutre de insumos de diversa procedencia.
Y en esta cadena basta que varíe un insumo, aunque de relativa importancia en el proceso, para que se cambien los costos en toda la ecuación, y por lo tanto quien tome el precio nuevo sin trasladárselo al otro, deberá asumir una merma en su rentabilidad y “aguantar” el cimbronazo para no quebrar la imposición del gobierno en cuanto a la congelación.
Es decir que quien más quien menos es tomador de precios en la cadena, y muchas veces no se registran ajustes en valores internos, sino que proceden de productos de importación o los que tienen cotización en el mercado internacional, por lo que hay paridades que varían y siempre hay alguien que paga el desfasaje entre la “congelación” y la realidad, hasta que las cuentas no le dan más y la opción es perder, desaparecer o violar la tregua impuesta por el gobierno.
Los uruguayos hemos tenido sobradas muestras de lo que ocurre cuando se pretende disfrazar la realidad mediante medidas administrativas, como ocurrió cuando la vigencia de los controles por la Coprin –luego pasó a ser la Dinacoprin--, que sirvió solo como un paliativo temporal hasta que la realidad pudo más. Así aprendimos que “tarifando” todo lo que se logra es que un producto que no actualiza su precio en forma artificial, desaparece del mercado y surge otro “mejor” de la misma empresa, con otra marca de fantasía y a mayor precio; hay desabastecimiento de los productos de primera necesidad; el papel higiénico –por ejemplo—mantiene su valor pero el rollo es más corto, más angosto, el papel es más fino y se vuelve tan suave como la lija 200 al agua. También sucede que los comerciantes en su mayoría pasan a ser “delincuentes” a los ojos del gobierno, y en su afán de lucrar acopian mercadería que no se encuentra en el mercado, compran dólares “en negro” que no pueden justificar, oro o cualquier cosa que les permita conservar el valor real de sus ganancias, por lo que la Policía debe dedicarse a perseguir ese nuevo tipo de delito, con allanamientos y operativos para desenmascarar a esos “antipatriotas” que sólo buscan enriquecerse “esquilmando los bolsillos” de los trabajadores. Por tal motivo, llegado el momento todo debe ser controlado por el Estado todopoderoso, hasta que el sistema cae por su propio peso, tras haber aniquilado miles de empresas, puestos de trabajo y empobrecido al país mucho más que lo que la propia inflación hubiese logrado.
Más cercano tenemos el ejemplo de lo que ocurriera cuando el gobierno llamó a las cadenas de supermercados a establecer una tregua en los aumentos de precios por dos meses, a efectos de combatir una inflación que orillaba el 9 por ciento, lo que se logró a medias, pues hubo artículos que igualmente subieron, sobre todo en la canasta familiar. Pero tras la tregua en la que oficialmente hubo una “deflación”, ya en enero se duplicó la inflación, que mantiene la tendencia ascendente. El error conceptual está en que la realidad siempre manda, y no se pueden inventar los precios de los artículos que están regidos por infinitos factores, entre ellos la eficiencia de cada parte de la cadena –producción, logística, venta al por mayor y menor, etcétera--, los salarios –que siempre aumentan--, la energía, los combustibles, la propia ganancia de cada intermediario, y sí, también el legítimo deseo del empresario de hacer dinero, puesto que una empresa no una ONG de caridad precisamente. Y si no sirve para ganar dinero, cierra.
Por lo tanto la “congelación” administrativa es una utopía que provoca más problemas a la población que los que se pretende evitar. La solución es lograr empresas eficientes, para lo cual el Estado puede –y debe—colaborar procurando pesar lo menos posible en la economía.
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