Paysandú, Sábado 23 de Febrero de 2013
Opinion | 20 Feb En las últimas horas el Poder Ejecutivo y el Congreso de Intendentes firmaron una declaración conjunta en la que las partes se comprometen a continuar haciendo esfuerzos que se consideren necesarios para obtener los recursos que permitan mejorar la caminería y coincidieron en que los mayores aportes deben provenir de aquellos sectores que obtienen mayores beneficios.
En este encuentro de la estancia de Anchorena entre el presidente José Mujica y los intendentes se analizó el escenario que se abre ahora a partir de la inconstitucionalidad del Impuesto a la Concentración de Inmuebles Rurales (ICIR), un tributo polémico desde su nacimiento, pero que tuvo la particularidad de contar con el apoyo de los intendentes, por cuanto lo recaudado sería destinado a la compra de maquinaria para el mantenimiento de la caminería rural en todo el país.
Un objetivo compartible, naturalmente, pero por un camino equivocado jurídicamente. Y no fue sorpresiva la declaración de inconstitucionalidad por la Suprema Corte de Justicia, sino que era un veredicto que se esperaba, al punto que connotados constitucionalistas ya habían advertido que esto debía suceder.
De todas formas y desoyendo tales premoniciones, a cuenta de los sesenta millones de dólares anuales de recaudación el gobierno nacional y los departamentales trazaron planes e instrumentaron llamados a licitación para la compra de maquinaria, lo que ya está en marcha pero con el particular problema de que la fuente de financiación planificada ya no existe.
Por cierto que es harto necesario el contar con recursos materiales y humanos para atender miles y miles de kilómetros de caminería interna, sobre todo en las áreas de producción primaria que han crecido significativamente en volúmenes en la última década, por donde transitan camiones y con carga pesada que exigen seriamente los pavimentos, y que exceden las posibilidades de atención de las propias intendencias y las acciones conjuntas con el Ministerio de Transporte y Obras Públicas, así como otros planes de sectores que están en marcha, como es el caso de las áreas forestales y la lechería.
Asimismo la estructura de caminos forma parte de los servicios que necesitan imperiosamente los residentes en las áreas rurales, desde que tiene que ver directamente con la calidad de vida y los servicios que requieren.
Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, y lo último que debería hacerse es llegar a los objetivos por el medio que sea, sin respetar el ordenamiento jurídico vigente. Es evidente que en este caso hubo una doble motivación, donde por un lado el gobierno, además de recaudar específicamente para hacer frente a esta erogación, cumplía presuntamente a su modo con la premisa de combatir la concentración de la tierra. Este es un objetivo que la izquierda enarbola desde siempre, la lucha por la tierra, contra los latifundios y los terratenientes, por lo que el ICIR cumplía la función ideológica haciendo las veces de chispa iniciadora de la reforma histórica. Y para lograr la aceptación política que le faltaba, nada pudo ser más convincente que destinar la recaudación del impuesto a las intendencias, siempre necesitadas de recursos y dispuestas a aceptar cualquier propuesta del gobierno central, sin medir demasiado los costos.
Pero para aprobar el ICIR el gobierno de José Mujica pasó por encima de la reforma tributaria tejida por el equipo económico de Danilo Astori desde el gobierno anterior y desoyó toda advertencia de inconstitucionalidad. Era de suponer entonces --seamos ingenuos-- que ante esta posibilidad ya debía haberse pensado en un Plan B.
El punto es que si vamos a los números macro, un impuesto anual de 60 millones de dólares es poco dinero en una masa presupuestal que ha crecido sistemáticamente durante las dos últimas administraciones, a un ritmo que ha llegado a un diez por ciento anual. Sin embargo tales ingresos son hoy decisivos al haberse gastado con creces toda la recaudación adicional que surge del actual período de bonanza, por lo que se debe diseñar un nuevo impuesto o aumentar alguno de los ya existentes para obtener esta suma.
Lejos de ocuparse decididamente en hacer las cosas bien, desde la Presidencia se lanza la idea de que habría que reformar la Constitución para poder aplicar un impuesto de estas características, y que por lo tanto el problema está en la Constitución y no en haber forzado la mano a sabiendas de que se la estaba pasando por arriba.
De aplicarse el sentido común desideologizado, desde el Poder Ejecutivo debería agudizarse el ingenio para sustituir el impuesto mediante ahorros desde la esfera pública, en lugar de aumentar la presión tributaria. Por su parte sería bueno que las intendencias no se dejasen encandilar por las dádivas del gobierno central y no apoyen cualquier cosa sólo por necesidad.
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