Paysandú, Viernes 01 de Marzo de 2013
Locales | 24 Feb Cuando la lancha se detiene, a escasos metros de la costa, a una profundidad de alrededor de medio metro el agua cristalina deja ver el arenoso fondo. Y aun cuando es el atardecer, está agradablemente tibia. Los pies empujan suavemente el banco natural de arena de la playa. El Sol cae hacia el oeste y la Luna se levanta desde el Noreste. A la derecha, varios tonos de verde destacan en la vegetación. Hasta donde alcanza la vista, arena. Y tras caminar unos metros, aparece la otra orilla, prácticamente igual a la que ha quedado a espaldas. No hay mucha gente, y eso hace aún más encantador el lugar.
No, no es el Caribe pero el paisaje en alguna manera se parece. Es mucho más cerca. Más, al alcance de los sanduceros, aunque la mayoría quizás nunca llegaron hasta allí. Desde la ciudad, por el viento del este, se escucha el desagradable urbano ruido de algunas motos con escape libre que parecen atrapadas en una calesita en derredor del Balneario Municipal. Se pierden, desconocen la verdadera belleza y el verdadero placer a pocos cientos de metros de su tan alocada como irritante carrera.
Desde este lugar se aprecia la costa sanducera. Las primeras luces comienzan a encenderse. Y al norte, el puente Paysandú-Colón estira su brazo uniendo las dos orillas.
Se trata de la isla de Ypauzandó, hoy isla Caridad. Apenas alguna bandada de pájaros, apenas el suave murmullo del Uruguay que viaja, apenas algunas pisadas señaladas en la arena. Christian Fernández se prepara para retornar a Colón con sus pasajeros del día: Verónica Franco y Sergio Brizuela de San Miguel, de la provincia de Buenos Aires, y Walter Bordón y Elida Sóbol, del Chaco. Los cuatro se van con los ojos llenos de paisajes y con el rostro con caricias de brisa.
Más allá, una carpa espera como refugio para la noche. Cerca, el típico fogón en la arena, hecho con varios ladrillos. Del otro lado de la isla, una pareja juega a hacer un book fotográfico; otros disfrutan del último baño en el Uruguay y un perro albino y un gato rabón andan libremente. Y en el medio del arenal, un catamarán convertido en vivienda.
PEDRO, AUNQUE NO ES PEDRO
Como en las viejas películas de mar, allá a lo lejos aparecieron un hombre y una mujer, que lentamente se fueron acercando al equipo de EL TELEGRAFO que había desembarcado. No hay apuro, nunca hay apuro en la isla. Se puede esperan tranquilamente. Hasta que llegan. Pedro, el propietario de la isla Caridad, el hombre que desde el año 2000 reside de manera permanente allí, adelanta cordialmente su saludo. Barba cana, mirada penetrante, rostro curtido, brazos musculosos. Y un sombrero donde puede leerse “Air Force One”, como para que quede claro quién es el que manda.
Junto a él, su compañera, Claudia Gianoni, técnica farmacéutica que reside en Concepción del Uruguay y disfruta de los fines de semana en la isla Caridad. Pedro invita a sentarse en una de esas mesas hechas artesanalmente de tablones rústicos que a su vez tienen dos bancos, uno a cada lado. No hay grabador. Sería una nota discordante en ese paisaje. Tan solo una libreta y una lapicera. Claudia aparece con el mate, sabroso pese a la yerba argentina.
Pedro es el hombre que hace muchos años, del mismo modo que se acercó desde lejos al equipo de EL TELEGRAFO, llegó a la isla trayendo primero algunos de los menos de mil turistas que llegaban a Colón cada año (hoy son miles cada fin de semana). “Los traía y no les cobraba nada”, dice. Eran turistas del camping “Los Tilos”, donde también vivía Pedro.
Y el nombre le quedó como marca registrada. “¡Pedro!”, gritan tres jóvenes que corren entre la arena. Buscan una pelota de fútbol. Hay una, con los colores de Boca Juniors y la inscripción “Afa”. Después, Pedro vuelve la atención a la libreta y la lapicera. Y las preguntas.
Pedro nació en Colón un día que mucho tiene que ver con el gorro que luce: un 4 de Julio, de 1957. Pero Pedro, en realidad no se llama Pedro. Su documento revela que su verdadero nombre es Ruben Humberto Bel, pariente de los pelotaris Bell de Paysandú, pero con una sola “l”. “Mi bisabuelo cuando llegó a Argentina se mandó la broma que era de los Bell pobres, con una sola l, y así quedó. Pero somos todos de la misma raíz”. Su bisabuelo sí se llamaba Pedro Bel. Y el hoy conocido por ese nombre, heredó su nombre.
“Mi bisabuelo trabajaba para (el general Justo José de) Urquiza. Era herrero y hacía grampas para los alambrados. Hizo tantas que pudo comprarse 2.500 hectáreas de campo. ¡Si habría para alambrar!”, cuenta.
El padre de Pedro se llamó también Pedro Bel. Y de él heredó el oficio de artesano marroquinero. “Fue un gran artesano; estuvo muchos años en la Fiesta de la Artesanía, ganó la Rueca de Plata y muchísimos premios internacionales --23 en total--, hasta en Japón. Representó a Colón, la provincia y el país. Fue de los mejores artesanos. Y yo seguí su camino”.
“Doña Esperanza” se llama la tienda de artesanías frente al Banco Nación en Colón. Es de la familia Bel, aunque como Pedro decidió “jubilarme a los 40 años; de todo”. Así, tras él mismo exponer durante años en la Fiesta de la Artesanía, dejó el negocio a su hijo, Pedro Martín, de 28 años, quien además fuera el más joven expositor en la feria, a mediados de los años noventa, con alrededor de 10 años.
Primero fueron propinas
A fines de los años 70, Pedro tenía el “Pedrito Bel”, un crucero de 8 metros de eslora, con dos gaviotas pintadas en proa. “Yo fui amigo de (Aníbal) Sampayo”, dice y no puede evitar mirar en lontananza, allá donde el cielo azul que viaja se funde con el cielo por el que se desliza el Sol hacia su ocaso. Por entonces, “el Uruguay era una pileta. Se veía el fondo; se veían los peces; se podía elegir qué peces enganchar. Sacábamos grandes dorados. Si no pesaban como seis kilos, volvían al agua”. Después llegó “el deterioro provocado por la represa de Salto Grande” y todo cambió.
En el “Pedrito Bel” empezó a transportar turistas --en aquellos tiempos pocos eran los que se aventuraban a llegar a Colón, con sus calles de tosca y aun pocos servicios-- a los que no les cobraba. “La gente empezó a dejar propina. Yo no tenía horarios, los traía y los dejaba disfrutar. No era estricto”. Había otros ya que también tenían un servicio de lanchas. Recuerda a Avalos y a Alvarez, también argentinos.
La propina pasó a ser lucrativa y entonces surgió el negocio del transporte de turistas también para Pedro. Sostiene que la isla Caridad pasó a ser de su propiedad y de hecho allí reside desde el 2000, con dirección postal “Isla Caridad s/n, Colón, Entre Ríos”.
AL COMIENZO NADA
FUE SENCILLO
Lo primero que hizo cuando se instaló allí fue comenzar a brindar servicios a los veraneantes que tenían por costumbre llegar a la isla cada verano. “Fue muy difícil al principio, porque mantenía la limpieza, daba servicios y lógicamente cobraba por ellos. El uruguayo no está acostumbrado a pagar y al principio hubo algunas dificultades”, recuerda.
“Había que explicarle a la gente qué es lo que queríamos hacer en la isla y cómo eso los iba a beneficiar. Pero no fue sencillo”. Su primera preocupación fue mantener limpia la playa. No era tarea fácil, no solamente por los residuos que se dejaban en la costa, sino porque el viento lleva otros desde la costa sanducera.
Primero limpiaba a media mañana, hasta que “en 2007 vimos a unas niñas tratando de inflar como si fuera un globo un profiláctico. Ahí empezamos la limpieza a las 6 de la mañana más o menos. Y lo seguimos haciendo”.
En la arena se encuentra de todo. Especialmente los fines de semana. “A veces rompen botellas en la arena, no sé si como gracia. Y hay que limpiar muy cuidadosamente”. Embolsa la basura y la lleva un poco a Colón y otro al Club Pescadores Paysandú.
UN COUNTRY PARA EL 2022
Entre las tareas cotidianas --que no se limitan solo a la isla, porque Pedro tiene un programa de radio en FM Inolvidable de Colón, es poeta y tiene algunos negocios que le significan sus ingresos--, ha diseñado un proyecto de country que espera ver culminado en 2022. La primera etapa está en marcha. Se trata de socios de la isla Caridad, que pagan una cuota anual de 500 pesos uruguayos. Ya tiene 780 socios. Con los alrededor de 400.000 pesos que recibe por año reinvierte en la isla. Claro que a veces el Uruguay le juega en contra. Sus aguas se han llevado un quincho y un parador. La corriente pudo más, impulsada por las crecientes. Tenía también dos cabañas en construcción. Pero tampoco las tiene ya.
Sin embargo, el proyecto de country se mantiene intacto. Construirá cabañas para los socios y paralelamente sorteará cada año algunos lotes de 15 metros por 20 en el bosque. Allí el beneficiario tendrá cinco años para construir y disfrutar una cabaña, que luego pasará al country para beneficio de otros socios.
En el bosque mantiene una reserva con animales autóctonos y subraya que la “caza está totalmente prohibida”. En invierno se preocupa por limpiar los caminos y hacer nuevos senderos, agrandando el espacio habitable de la isla. Con orgullo habla de los servicios que ya brinda a los socios, incluida emergencia las 24 horas a través del 097410324. Hasta nafta para la lancha puede proveer.
También “se mantiene un registro completo de cada uno de los visitantes a la isla. Con todos sus datos. En todo momento se puede decir quien está y quien estuvo en la isla”.
Sigue en la lucha
Por otro lado, tiene la empresa “Turismo Náutico La Lucha” que quiere establecer una línea fluvial Paysandú - isla Caridad - Colón y de retorno. No lo ha podido lograr por trabas en Uruguay. “Hay que vencer barreras. No es fácil ni será fácil, pero hay que seguir intentándolo. Creo que lo voy a lograr. En algún momento lo voy a lograr. Siempre falta algo, pero se va a completar y se establecerá la línea”.
Con su “Sandokán” (y quizás a él le hubiera gustado ser el legendario tigre de Malasia) lleva y trae turistas desde Colón. Pero no puede llegar al puerto sanducero. “Sería mucho más sencillo hacer aduana y migración en el puerto de Paysandú que en el puente con tan largas colas. Más que un asunto comercial, hay que ver la parte turística. Habría muchos turistas interesados en llegar a Paysandú”, dice Pedro.
Suena a caribe
“La idea no es vivir de lo que produce la isla”, dice cuando el Sol casi se esconde tras la costa argentina. “Este es un recurso formidable que hay que apoyar, mantener e impulsar. Por ejemplo, este año compramos un moto-fumigador para reemplazar la fumigación a mano. Es un asunto esencial y es bueno que hayamos progresado. Esa es la clave, que lo que se obtenga, pueda ser reinvertido. No es para ganar plata”.
La libreta está llena de anotaciones. La lapicera descansa. Una última mirada en derredor; el último mate, ya un poco lavado. Un apretón de mano y un beso para despedirse de la pareja. Y caminar por la suave arena de regreso a la lancha, para retornar a Paysandú. Frases sueltas que resuenan en los oídos. “Casi no comemos pescado”; “es como estar en el medio de la nada”; “en la isla hay chancho jabalíes, carpinchos, ciervos, chivos; una reserva que no se toca”. Pedro ha terminado, además, su libro de poesías, que está por editar en Colón. Apropiadamente se llamará “Hechizos de amor”. Habla de las cosas que hablan los poemas. De amor. De desamor. Pero probablemente también es un homenaje a la isla Caridad. Llegar a ella es quedar hechizado de amor. Suena a Caribe, pero está frente a Paysandú. Si puede llegar allí, no se olvide de preguntar por Pedro. No se llama Pedro. Pero nadie jamás lo ha conocido por otro nombre que no sea ese. E.J.S.
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