Paysandú, Lunes 04 de Marzo de 2013
Opinion | 25 Feb La declaración de inconstitucionalidad de una ley es una de las potestades intransferibles de la Suprema Corte de Justicia en Uruguay, enmarcado en la separación de los tres poderes del Estado --el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial-- y por lo tanto uno de los pilares de la institucionalidad democrática, en tanto garantía de los derechos de todos los ciudadanos.
El caso de la declaratoria como tal de la Ley Interpretativa de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado es uno más de los innumerables casos en que ha debido fallar el supremo órgano de justicia, el que ha analizado si el texto se ajusta a lo establecido en los preceptos constitucionales, que es precisamente el fondo del asunto cuando se analiza una ley cuestionada por vicios de inconstitucionalidad, más allá del tema a que se refiera la norma.
No es para nada difícil de entender, sobre todo para dirigentes políticos que tienen entre sus cometidos la de legislar y a la vez orientar a la ciudadanía sobre la necesidad de encaminar las acciones de cualquier tipo en base a los caminos legales, enmarcar los derechos y deberes de los ciudadanos ajustados siempre a lo que establecen las leyes, y al margen por lo tanto de los eslóganes de ocasión, de los oportunismos, de los panfletos ideológicos y de los maniqueísmos que lamentablemente son muy comunes en el sistema político uruguayo.
Sin embargo, los dirigentes del partido de gobierno --hasta ahora prácticamente sin voces discordantes en lo interno de la fuerza política y empezando por el sector mayoritario, el Movimiento de Participación Popular (MPP)-- se resisten a aceptar las reglas de juego del sistema democrático, basado en el equilibrio de poderes, al lanzarse con furia irracional contra la Suprema Corte de Justicia, porque “consagra la impunidad”, y deja en libertad a los “violadores de derechos humanos”. En lugar de hacer autocrítica y asumir que el error --al que suman ahora el horror de desconocimiento o cuestionamiento a la autoridad de un poder del Estado--, lo cometieron los propios legisladores del Frente Amplio, quienes pese a ser advertidos de que estaban aprobando una ley inconstitucional, igualmente siguieron adelante para “ver qué pasaba”, confiados en que la mayoría parlamentaria con la que cuentan les daría el derecho de pasar por arriba de la Carta Magna.
Incluso el presidente José Mujica había manifestado ante sus legisladores su oposición a esta iniciativa, no solo porque los catedráticos en derecho constitucional habían advertido de su gruesa violación a la Constitución, sino porque a la vez con esta iniciativa se pretendió desconocer dos plebiscitos en los que la ciudadanía se pronunció a favor de mantener la Ley de Caducidad.
Incluso tanto Mujica como el vicepresidente Danilo Astori habían manifestado, tras un segundo referéndum que pretendía anular la ley y que el pueblo votó en contra, que el tema estaba “liquidado” y que no había más nada que hacer. Pero finalmente todo el Frente Amplio cedió a la presión de los sectores radicales que promovieran la Ley “Interpretativa”. Pero ahora fue declarada inconstitucional, fundamentalmente porque es flagrante que aplica retroactividad a delitos cometidos antes de la vigencia de la ley que se pretende aplicar, una aberración jurídica sólo aplicable en un gobierno totalitario.
Así, “no es posible castigar a nadie por la comisión de un delito que, al momento de su realización, no está previsto como delito”, aclara irrefutablemente la sentencia, algo que es obvio porque de no ser así, cualquiera podría pasar a ser delincuente por algo que era legal cuando cometió el “delito”, porque una ley posterior lo considera ilegal más adelante.
El anuncio de que el MPP promovería un juicio político a la Suprema Corte de Justicia por este fallo y por haber transferido a la jueza Mariana Mota –una medida administrativa en la que no pueden tener para nada injerencia el Parlamento ni el Poder Ejecutivo y muchos menos convocar a los jueces a que expliquen sus razones-- pretende situar al Uruguay a la altura de una república bananera, en la que el mandamás de turno se arroga el derecho de exigir fallos a su medida y someter a la Justicia a sus arbitrios.
Este desborde de autoritarismo y de prejuicios ideológicos ponen de relieve que en la izquierda uruguaya hay todavía grupos que se creen dueños de la verdad, que actúan con soberbia y mesianismo, y más aún, tienen sometidos a los sectores democráticos que coexisten en el seno de la coalición. Pero lo más preocupante es que entre tales grupos se destaque la figura de la esposa del presidente de la República, la senadora Lucía Topolansky, demostrando lo profundo que llega el autoritarismo en el gobierno, presionando a la Justicia para lograr sus objetivos ideológicos.
Esto es mucho más grave que “ser cómplice de la impunidad”, porque el paso siguiente es el autoritarismo, pariente cercano a la dictadura.
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