Paysandú, Jueves 23 de Mayo de 2013
Opinion | 17 May En lo que parece ser un “contagio” de prácticas antidemocráticas en la Argentina, en sectores de la fuerza de gobierno de nuestro país surgen un día sí y otro también voces amenazantes respecto a la independencia del Poder judicial, precisamente por algunos fallos del órgano supremo de la justicia con los que discrepan airadamente grupos de la coalición de izquierdas.
La lógica que se aplica es no solo la de discrepar --aunque se acate--, sino que a la vez se descalifica a los magistrados, como en el sonado caso de la declaración de inconstitucionalidad del Impuesto a la Concentración de los Inmuebles Rurales (ICIR), promovido por el gobierno, por cuanto voceros del oficialismo subrayaron que los magistrados están defendiendo “los intereses de la derecha”. De esta forma adjudican un manejo político a la Suprema Corte de Justicia de manera de desacreditar a la institución, socavando en la opinión pública su credibilidad y fomentando la rebeldía hacia la Justicia, aún en casos como éste en que era evidente el resultado del fallo, porque claramente la ley estaba mal hecha.
Tanto en este tema como en el de la ley interpretativa de la Ley de Caducidad, antes de aprobarse estas normas hubo advertencias de destacados juristas en el sentido de que ambas leyes eran inconstitucionales, pero fueron desoídas por los parlamentarios del Frente Amplio porque antepusieron la ideología a la legalidad, siguiendo la máxima mujicana de que “lo político está por sobre lo jurídico”. O sea que la ley está bien si sirve a mis propios intereses, y si no hay que ignorarla. Para que este principio de patoterismo jurídico funcione, es necesario salvar el principal escollo, que en el caso es la Suprema Corte de Justicia, que precisamente está ahí para poner límites a los demás poderes del Estado, de forma de lograr el equilibrio imprescindible en el Estado de Derecho.
ES así que lejos de asumir responsabilidades por seguir adelante con lo que se sabía estaba viciado de nulidad desde el punto de vista constitucional, más allá de la evaluación política, que no corresponde en estos casos, voceros del Frente Amplio salieron inmediatamente no solo a descalificar a los magistrados que integran el órgano mayor de Justicia, sino que consideran promover una norma que modifique las normas de designación de los jueces de la Suprema Corte de Justicia, porque no comparten sus fallos. De esta forma proponen “democratizar” la Justicia, haciéndola dependiente de la fuerza política que esté en el gobierno, nada menos, con lo que se apunta a configurar un régimen autoritario, con la Justicia al servicio del poder.
El ejemplo más cercano de este brote de autoritarismo –aunque no el único-- lo tenemos en la Argentina, donde el gobierno de Cristina Fernández aprobó por exigua mayoría una ley que limita su independencia y designa magistrados por cuota política, por supuesto que en sintonía con el gobierno de turno.
Pero aunque lo que pasa del otro lado del charco parece siempre muy lejano, en Uruguay, según publica el semanario “Búsqueda” en su edición del pasado 2 de mayo, “dirigentes de varios sectores del Frente Amplio planean de forma urgente una democratización del Poder Judicial a la uruguaya, tratándose de Enrique Rubio, Yeru Pardiñas, Eduardo Lorier y Alejandro Sánchez”.
Esta “democratización” se inspira en la reforma del gobierno de Cristina Fernández, con la fundamentación de que los ministros de la Suprema Corte “no son neutrales” ni dan las garantías necesarias a la sociedad, por cuanto sus resoluciones “defienden los intereses de la derecha”.
La idea es incorporar alguna vía para que la ciudadanía tenga injerencia en la designación de los jueces, esa misma mayoría que paradójicamente el expresidente Tabaré Vázquez aseguró que “a veces se equivoca”, refiriéndose a las oportunidades en que se manifiesta en contra a su parecer.
Por regla general, desde sus orígenes la izquierda le ha restado valor y ha cuestionado al Poder Judicial, por considerar que se ha tratado de un instrumento de la oligarquía para mantener el statu quo, y pese a que con el advenimiento de la democracia se ha señalado una y otra vez por sus voceros un acatamiento y valoración del Poder Judicial, tan pronto se suceden fallos adversos por inconstitucionalidad atribuye fines perversos a quienes así se pronuncian, aunque se cuidan muy bien de cuestionarlos cuando los fallos son favorables a sus intereses. Pero lo que olvidan los que así actúan es que no es accidental que los jueces de la SCJ duren en el cargo mucho más que los períodos de gobierno, porque se trata de evitar que una eventual mayoría legislativa obtenga así el poder absoluto, lo que pondría en juego la propia democracia; tal como sucede hoy en la convulsionada Venezuela y en la Argentina de la era Kirchner, en que la presidenta cuenta con “superpoderes” desde la crisis de 2001.
Por otra parte, en Uruguay la designación de los jueces debe hacerse en base a la aceptación de los partidos con representación parlamentaria, lo que da la mayor transparencia al sistema. Entonces, para “democratizar” el sistema lo mejor es dejarlo como está, en lugar de copiar los malos ejemplos de otros países.
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