Opinion | 10 Jun En los últimos tiempos han sido reiterados los reclamos acerca de la necesidad de educar en valores a las generaciones actuales. Esa palabra, forjada desde las profundas convicciones, se ha llevado a la mediatización plena, sin definir claramente su significado. ¿Cuáles son los valores? ¿Son los mismos para uno que para todos?
La fe puede tratarse de un valor ineludible para un creyente, sin embargo, no lo será para quien no cree. La solidaridad en sí misma es un potencial a desarrollar, aunque estamos acostumbrados a entenderla únicamente en las campañas ciudadanas. La justicia frente a la inequidad también será un valor inescrutable, aunque cuando nos toca en lo particular, seguramente la vara quedará corta. La libertad es un logro que la humanidad no puede discutir; no obstante, existen formas de esclavitud moderna que no son denunciadas y se mira hacia otro lado en tanto no atente contra “la mía”.
La tolerancia podría marcar el rumbo en las sociedades modernas. Sin embargo, el intolerante genera violencia tanto en el Parlamento como en la vía pública y su lenguaje será arbitrario, sin entender que la actitud es la disposición a actuar bajo determinadas creencias. Y eso que cree es lo que proyecta en quienes lo están observando.
Por ejemplo, la perseverancia y la dignidad ayudarían a formar mejores ciudadanos, si se valora el esfuerzo, antes que reiterar la necesidad de facilitar el acceso y permanencia en ámbitos diversos.
El amor, como cualidad humana por excelencia, no debería permitir mirar de soslayo todo lo descrito anteriormente. Y sin embargo, sucede.
Estamos acostumbrados a que ocurran determinados hechos y la naturalización es hoy un valor en sí mismo. Por eso, las palabras abstractas no ayudan a definir ni a educar “en valores”. Cada vez que se hable de ellos, sería una buena idea empezar a nombrarlos, al menos para distinguirlos.
Y empezar, más temprano que tarde, a ver quién puede enseñarlos, porque tampoco es una condición universal la educación en este aspecto en particular.