Paysandú, Miércoles 03 de Julio de 2013
Opinion | 26 Jun Desde el exterior, Brasil aparece caracterizado por un fuerte crecimiento económico y un vertiginoso proceso de movilidad social en las dos últimas décadas, un real ejemplo de desarrollo. Es ni más ni menos que la quinta economía del mundo.
Esto ciertamente provocó un aumento en los ingresos de toda la población, con especial impacto en la más deprimida. Según los datos aportados por el Banco Mundial o la Cepal, entre 1992 y 2012, en Brasil el producto bruto interno por habitante (medido en dólares y a precios del año 2012) pasó de 4.500 dólares a 10.800; es decir que se incrementó en un 140 por ciento.
Estas profundas y bienvenidas transformaciones sociales producidas en Brasil en muy poco tiempo, provocaron expectativas en quienes, habiendo satisfecho por primera vez sus necesidades básicas y todavía más, ahora comprenden mejor que están en condiciones de reclamar por sus derechos como ciudadanos.
Y vaya si lo han hecho. El detonador fue el aumento del valor del transporte público en San Pablo, pero pronto la virulencia de las manifestaciones dejaron en claro que incluían al resto de los servicios públicos, caros y de baja calidad, los altos impuestos, el encarecimiento del nivel general de vida, el derroche identificado en los gastos del Mundial y las Olimpíadas y, por sobre todo, la corrupción.
Un desarrollo económico y social tan rápido, que también tiene transformaciones rápidas en el seno de la sociedad, hace que las demandas no sólo se multipliquen, sino que exigen la misma rapidez en ser resueltas. La forma de expresión adoptada por los reclamos (convocatorias multitudinarias, a través de las redes sociales, y sin líderes políticos ni sindicales ni empresarios que las encabecen) es también nueva. Es digna de destaque la capacidad de la presidenta Dilma Rousseff, que comprende cuán delicado es este momento político y social de su país, para proponer celebrar un plebiscito para emprender una profunda reforma política, en respuesta a la ola de protestas que han conmovido a su país. Rousseff, con gran sentido práctico, ha comprendido que la misma fuerza que produce estas turbulencias políticas puede ser transformada en una fuerza positiva que se adapte a lo que la sociedad está reclamando.
El mensaje es claro: o diálogo y decencia, o desenlace y decadencia. Hoy es Brasil, ayer fue Argentina, quizás mañana se viva en escenarios más cercanos. En un país como el nuestro, siempre dividido a la mitad, es un ejemplo más de que deben recrearse mecanismos idóneos para el diálogo. La indignación necesariamente debe terminar en unidad. Ningún país acosado por divisiones, odios y resentimientos puede proponerse un futuro mejor.
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