Paysandú, Miércoles 03 de Julio de 2013

No podemos pasarnos otros 40 años

Opinion | 27 Jun Fue en un día como hoy. Aquel miércoles 27 de junio de 1973 ha marcado a los uruguayos que lo vivieron y a las generaciones posteriores que han escuchado, leído o recibido de múltiples formas el “cómo fue” o una de las versiones (que son varias). El día en que se disolvió al Parlamento dando lugar a la última dictadura que se vivió en el país, la que aún mantiene heridas abiertas, pero también la que tiene un alto grado de desconocimiento, especialmente entre los más jóvenes.
Desde la formación en los años ‘60 del movimiento Tupamaros, que apostó a la opción armada para tomar el poder, en sus comienzos contra el débil gobierno colegiado del Partido Nacional, la crisis institucional, política y social que fue creciendo en el país fue caldo de cultivo para el descontento y el accionar desde la clandestinidad, en una región que, por otra parte, paulatinamente comenzaba así a quedar atrapada en medio de doctrinas de seguridad nacional, como respuesta a las guerrillas castristas y de liberación, en aquellos años donde, además, la Guerra Fría dividía el mundo en dos.
El golpe de Estado, entonces, no se gestó en un momento, o a partir de los hechos de abril de 1973, sino que fue la consecuencia de muchos acontecimientos y de muchos actores. No solamente los políticos y el gobierno de entonces, no solamente los tupamaros, no solamente los radicalizados sectores de izquierda alimentados desde Rusia. El golpe de Estado llegó como consecuencia de todo eso y de una situación internacional que precisamente introdujo a la región en una época de gobiernos totalitarios. Y desembocó en una época oscura para el país, de la cual --seguramente porque el poder del Estado era superior-- se hace especial hincapié en los excesos del gobierno militar, que sin duda existieron y fueron y son condenables.
No obstante, por el otro lado, hay que volver a dejar en claro que la guerrilla no se alzó contra la dictadura sino que lo que hizo fue desestabilizar la democracia (contrahecha y todo), aunque solamente se haga énfasis en el período de la historia en que fue destrozada, después del acceso militar al poder, por las Fuerzas Armadas que en escaso tiempo desarticularon al movimiento tupamaro.
Y esas Fuerzas Armadas, aferradas a la famosa Seguridad Nacional, privaron a los uruguayos de los derechos humanos, de la libertad de expresión y otras libertades fundamentales, y no concretaron ninguna de las reformas fundamentales que el país necesitaba y que supieron prometer para justificar su permanencia en el poder, hasta que su exceso de confianza las dejó afuera del poder a la primera oportunidad en que le dieron la posibilidad al pueblo de expresarse (el plebiscito constitucional de 1980).
Los tupamaros accedieron a la amnistía sin dolor, pero no pasó lo mismo con los militares, pese a que el Parlamento aprobó en 1989 la Ley de Caducidad, ratificada dos veces por la población en dos referéndum en 1989 y 2009, pero aun así resistida por las organizaciones que buscan la verdad sobre el paradero de los desaparecidos. Y de hecho, la Suprema Corte de Justicia la ha declarado inconstitucional en algunos casos específicos.
No obstante, hay que hacer hincapié en la decisión de la mayoría de la población de darle un “punto final” a los rencores y especialmente las divisiones que la dictadura dejó. Rusia, gracias a la perestroika y el glasnost se ha concentrado en sus problemas internos y accedido a políticas liberales; cayó el muro de Berlín y la unión de las dos Alemanias la convirtió en la potencia que es hoy; y en Sudáfrica terminó el apartheid, tras terribles “limpiezas étnicas” y crueles persecuciones a las minorías, especialmente la negra. En todos esos casos, aunque no necesariamente se han olvidado las huellas ni los dolores, han logrado que las sociedades avancen y especialmente progresen y mejoren las condiciones internas de vida. La historia humana está llena de ejemplos de sociedades que deben continuar adelante más allá de las injusticias, más allá de guerras internas (España, por ejemplo), que han decidido en un momento estrechar mano con mano sin tomar en cuenta de quién es esa mano y continuar adelante.
En Uruguay, la continuada lucha entre los unos y los otros, nos resta libertad, la de crecer. Y hay que hacer algo. Escuchar a los demás, pero desde el interés genuino. Porque, como en el monólogo final de “Solos en la madrugada” (José Luis Garcí, 1978), no podemos seguir otros 40 años hablando de los 40 años.
No hay duda que olvidar a veces no es posible. Pero tampoco que la vida continúa y que ni la nación ni las nuevas generaciones se merecen vivir atrapadas en la telaraña de un pasado que tuvo muchos culpables. Es justificable la búsqueda de la verdad. Siempre y sin tiempo. Pero no a riesgo de detener a la sociedad misma, o de mantenerla claramente dividida entre “buenos” y “malos” cuando no los hay. No hubo angelitos. La sociedad se merece conocer la historia real y completa; hacerlo precisamente ayudará a curar heridas. Quedarán cicatrices, pero la vida continúa, nos curemos o no esas heridas. Así es que mejor curarlas. Para no pasar otros 40 años en lo mismo. Para que realmente nadie --ni militares, políticos o civiles-- piense otra vez en tomar el poder por la fuerza. Este es un país de tradición democrática. Y debe seguir siéndolo. Con el respeto a todos los sectores.


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