Paysandú, Martes 06 de Agosto de 2013
Opinion | 04 Ago Al hacer referencia a los desafíos de competitividad que tiene el país, el ministro de Economía y Finanzas, Ec. Fernando Lorenzo, reflexionó entre otros aspectos que “los países que hoy llamamos competitivos son países cuyas empresas adquirieron niveles de productividad muy superiores a los que tienen los países menos competitivos. No tiene nada que ver con si se es más barato o se es más caro. Ese es un error muy importante: creer que la competitividad está dominada por una actuación estrictamente dominada por los precios que definen los costos”.
Ahondando en sus apreciaciones, el secretario de Estado centró su exposición en que el cambio de posiciones competitivas está vinculado como se avanza en la productividad. Afirmó que no son los países sino las empresas las que compiten en el mundo y que cuando se quiere dar un alcance general para la economía “irremediablemente” se tiene que tener en cuenta “una palabra que es mucho más útil, mucho más comprensiva y mucho más abarcativa y políticamente mucho más promisoria, que es la productividad”.
Consideró además Lorenzo que los análisis que se basan en los precios no tienen en cuenta que lo que se está vendiendo “es un resultado sobre lo que la mano humana puso bastante esfuerzo para decir si eso tiene valor o no”, y sostuvo que la productividad debe ocupar “decididamente el centro de la agenda de las políticas públicas que quieren influir sobre la producción”. Enfatizó que “el que quiera seguir la lógica de la posición competitiva de nuestras empresas por simple comparación de precios creo que se va a equivocar mucho, no va a poder entender lo que ocurrió”.
Por cierto que el ministro no aparece como un analista objetivo de la realidad del país, sino como parte interesada protagonista por acción o por defecto del escenario económico que vive el país, y precisamente de la problemática de los precios a los que les resta importancia.
Es cierto, la productividad es muy importante, pero este factor no es químicamente puro ni puede sustraerse al entorno general del país. Lorenzo considera que las empresas en sí deben ser protagonistas en la búsqueda de la productividad, pero esta recomendación o sugerencia es como decirle a un quintero que tiene que regar las verduras para que crezcan mejor. Es absolutamente redundante, porque el empresario, en tanto aporta capitales de riesgo y busca obtener la mejor rentabilidad posible de su emprendimiento, sabe y procura gestionar la empresa con la mayor productividad posible, porque es una forma sustancial de abatir costos por unidad de bienes y servicios producida, y en eso le va la vida.
Pero cualquiera sea la actividad sobre la que trabaje el empresario, indefectiblemente se sostiene sobre una realidad socioeconómica del país que le plantea un piso de costos ineludible y que tiene que trasladar a los precios a la hora de colocar su producto.
Es decir, que el costo país, de los servicios, el esquema tributario, las cargas sociales, el costo de los salarios, son parte de esa realidad con la que debe luchar a diario, y que son el común denominador para todo empresario, aún para aquellos que hayan logrado ser abanderados en productividad, un aspecto en el que además hay que mantener una lucha constante con los sindicatos, que en la mayoría de los casos se niegan a siquiera poner sobre la mesa este factor.
Y ni que decir de las empresas del Estado, que trasladan a todos los uruguayos el costo de su ineficiencia y de su productividad negativa, cargadas de burocracia y de sobreprecios porque aplican los valores que quieren, en ancas de sus monopolios.
Estos costos exacerbados, al nivel de un país de primera pero con servicios de cuarta, son las realidades contra las que debe luchar a diario toda empresa, por mejor posicionada que esté en el plano interno, o salir a competir con producciones de empresas de países donde realmente tienen servicios eficientes, disponen de logística adecuada, y una relación cambiaria realista.
Es decir que los precios del Uruguay no se generan porque sí, sino que es la consecuencia de un esquema estructural y de políticas económicas coyunturales que conspiran contra esa competitividad por decisiones políticas que han priorizado el gasto público y contener la inflación por ancla cambiaria mientras se pueda, en lugar de realmente abaratar los costos impuestos a sectores productivos que ni siquiera pueden contratar la mano de obra que necesitan por resultar cara y muchas veces también por falta de calificación de la fuerza de trabajo.
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