Paysandú, Viernes 04 de Octubre de 2013
Opinion | 30 Sep Sin dudas que el presidente ecuatoriano Rafael Correa es uno de los jefes de Estado emblemáticos del Cono Sur latinoamericano, sobre todo para los referentes de izquierda y sus colegas de varios países del subcontinente que conforman el grupo de los autodesignados “progresistas”, aunque por encima de este común denominador para etiquetar, existe una gama de matices y aún significativas diferencias en las políticas que llevan adelante.
Acaso uno de los aspectos que ha identificado la gestión de Rafael Correa es la adopción sistemática de medidas populistas, que al fin y al cabo le han dado muy buen rédito electoral, lo que se conjuga con sus dotes muy especiales para comunicador y manejo del auditorio.
A la vez se ha caracterizado por medidas de nacionalización y acciones poco amigables a la inversión extranjera, en una política que contrasta sin embargo con la prudencia que ponen de relieve en otros países gobernantes que si bien tienen un discurso de izquierda, se cuidan muy bien de no agredir a los inversores, es decir a los capitales que conllevan emprendimientos de riesgo y son a la vez fuente de trabajo y de generación de riqueza, como hace Brasil, por ejemplo.
También Uruguay, al fin y al cabo, porque cuando en su momento el Frente Amplio era oposición, en la propaganda televisiva ponía a los inversores como piratas con parche en el ojo, para oponerse a la privatización y concesiones en el área de las empresas del Estado. Pero ya ejerciendo el gobierno ha actuado en una forma muy distinta y ha tratado de captar cuanta inversión anda en la vuelta, lo que está muy bien, aún teniendo en cuenta la flagrante contradicción con lo que predicaba cuando estaba del otro lado del mostrador.
Pero volviendo a Correa, hace pocas semanas el mandatario dio un vuelco radical en su política, cuando anunció, tras ocho años de infructuosos esfuerzos, el fin de un plan que procuraba mantener a las empresas petroleras lejos del área virgen de la Amazonia ecuatoriana. Para concretar este objetivo, en su momento había pedido a los denostados países ricos --culpables en su óptica de cuanto problema tiene su país, como otras naciones latinoamericanas-- una contribución de 3.600 millones de dólares como compensación por los ingresos petroleros no percibidos, pero apenas logró algo menos de 14 millones de dólares.
Ergo, el mandatario consideró que no se dan las condiciones para hacer política medioambiental con el dinero de otros, pese a la sensibilización mundial por preservar la Amazonia, y de pasó le echó la culpa al mundo por la falta de respuesta, cuando evidentemente durante todos estos años con sus decisiones y excesiva verborragia en los hechos hizo todo lo posible para que su prédica cayera en saco roto, como se lo reprochan precisamente ambientalistas y grupos indígenas de su país.
Pero a la vez, ante una realidad que puede mucho más que las expresiones de deseos, los eslóganes y la generosidad con los dineros públicos, el presidente Rafael Correa ha comenzado a instrumentar medidas de austeridad, a las que antes se había referido con conceptos despectivos, como una expresión de gobiernos neoliberales, y es así que está considerando poner en marcha un fuerte recorte a los subsidios a los combustibles, en tanto el Departamento de Seguridad Social ya despidió a unos mil empleados.
Según da cuenta The Economist, estos cambios serían bien vistos por empresarios y operadores de su país, así como los extranjeros, pero ante los fuertes impuestos e incertidumbres legales que Correa se ha encargado de exacerbar en Ecuador, son pocos los que creen en las perspectivas de tales medidas, que han llegado tarde y a la vez no forman parte de un programa creíble, sino de acciones aisladas que apuntan a corregir los desvíos que son más notorios.
Es decir, como ha ocurrido en países incluso con muchos más recursos disponibles, la política populista ha demostrado ser nuevamente pan para hoy y hambre para mañana, pese a que puedan atenderse necesidades puntuales en determinado momento, por cuanto en lugar de buscar la sustentabilidad en un proceso de crecimiento económico y redistributivo, con inversiones de riesgo y apoyo en educación y capacitación, lo que se hace es a través de facilismos, con la tentación del asistencialismo con rédito electoral en el corto plazo, pero que solo maquilla los problemas y los potencia cuando se termina el dinero ajeno que se dilapida sin criterio.
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