Paysandú, Lunes 25 de Noviembre de 2013

A la Constitución primero hay que respetarla

Opinion | 21 Nov Nuevamente se menciona con insistencia y ha sido planteado en los ámbitos de decisión del Frente Amplio la iniciativa de modificar la Constitución a efectos de “aggiornarla” a la realidad de este siglo, de acuerdo a los argumentos que ha manejado públicamente el vicepresidente de la coalición de izquierdas, el sindicalista Luis Castillo.
Sin embargo la verdadera motivación para modificar la Carta Magna es para eliminar o modificar una serie de disposiciones que han generado malestar en el partido de gobierno y en especial en los propios gobernantes, por cuanto han sido declaradas inconstitucionales normas que en algún caso han pretendido cumplir con posturas ideológicas a contramano del derecho o torcer normas legales vigentes para obtener determinado objetivo.
La “constitucionalitis” no es un mal exclusivo del Frente Amplio ni nada que se le parezca, y suele suceder que cuando los fallos son adversos a quienes están en el poder, lo primero que se les ocurre es “adecuar” la ley. Basta recordar el plebiscito de 1980, que pretendía un cambio constitucional que permitiese a los militares perpetuarse en el poder.
Pero en el caso que hoy nos ocupa, no puede desligarse el reclamo del escenario que hemos vivido en el Uruguay en los últimos meses, cuando sobre todo los sectores más radicales de la coalición gobernante han logrado arrastrar al resto de los grupos para aprobar normas que ya de antemano eran notoriamente contrarias a la Constitución, sobre lo que fueron advertidos repetidamente y en tiempo y forma por los juristas, pero que sin embargo se siguió adelante, pasara lo que pasara.
Y lo que sucedió fue lo que tenía que pasar en un estado de derecho, donde está vigente la separación de poderes: la Suprema Corte de Justicia, ante planteos concretos de los afectados, declaró inconstitucionales las leyes cuestionadas, en muchos casos violatorias del texto constitucional hasta el absurdo.
Es decir que como ha sostenido en más de una oportunidad el presidente José Mujica, lo político vale más que lo jurídico en esta particular óptica, lo que en algunos casos puede aparecer como simpático ante la opinión pública, pero significa lisa y llanamente llevarse por delante las garantías que ofrece el estado de derecho para todos los ciudadanos, única defensa posible para vivir en democracia, en el marco de la libre vigencia del ordenamiento institucional.
Precisamente la separación de poderes es la que ha estado en juego en más de una oportunidad por acción de grupos radicales que protagonizaran la asonada e invasión del edificio de la Suprema Corte de Justicia, con el saldo de siete procesados, pero con muchos más protagonistas que en mayor o menor medida no solo no merecieron la condena del partido de gobierno, sino que en algunos casos se pretendió “justificar” los hechos violentos porque eran originados en la defensa de los “derechos humanos”, que solo existen si les sirven para su causa.
La argumentación para la reforma que se pretende promover por algunos sectores oficialistas --no todos están de acuerdo-- se basa en que la Suprema Corte declaró inconstitucional leyes que el gobierno llevó adelante de todas formas, como la creación del ICIR (Impuesto a la Concentración de Inmuebles Rurales), violatorio de la competencia de los gobiernos departamentales; y dos artículos de la Ley 18.831 que dejaba sin efecto la “ley de Caducidad” por haberse dispuesto la aplicación de normas penales más severas con efecto retroactivo. Esta última ley obviamente es inconstitucional, porque es inconcebible en cualquier estado de derecho que una nueva ley que castiga un delito que antes no existía, entre en vigencia con retroactividad. A modo de ejemplo, si mañana tomar mate en la vía pública pasa a ser delito, de ninguna manera pueden considerarse delincuentes a todos los que llevamos el termo y el mate para todos lados en la actualidad. Así que si se pretende modificar la Constitución porque a los impulsores de la Ley 18.831 le molesta este principio, es de esperar que la iniciativa no prospere, porque estaríamos en un tembladeral jurídico sin garantías para nadie.
Asimismo, la ley que liquidaba Pluna y colocaba al Estado como primer acreedor a cobrar, y por lo tanto no respeta el régimen aplicable a los concursos jurisdiccionales, también vulnera derechos fundamentales, por lo que es obvio que sería recusada.
Y no debemos olvidar la ley que imponía a propietarios de tierras a ofrecerlas al Instituto Nacional de Colonización (INC) si las ponían en venta, que afectó los principios de igualdad y seguridad jurídica, por supuesto que por “una razón superior”.
La seguridad jurídica es precisamente uno de los pilares del estado de derecho, y violar la Constitución --advertidamente, además-- no habla bien del respeto al ordenamiento institucional de prominentes figuras del gobierno, y da la pauta además de que la “reforma” se pretende concretar para cumplir designios ideológicos.
Pero además los ejemplos por los cuales se pretende justificar tal modificación, por más que están avalados por “buenas intenciones”, demuestran una vez más que lo peor que puede suceder es acomodar las leyes para que lo que se hace mal tenga un viso de legalidad, como incluso quiso hacer la dictadura en 1980.


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