Paysandú, Sábado 25 de Enero de 2014
Opinion | 19 Ene Mientras en nuestro país uno de los desvelos de las nuevas autoridades del Banco Central del Uruguay --y naturalmente de todo el equipo económico de gobierno-- se centra en promover mecanismos para contener la inflación, para lo cual se ha mencionado como una de las prioridades el restringir la circulación de dinero que presiona sobre los precios de bienes y servicios, en otros países, como los de la zona euro, el problema radica en la deflación, es decir la reducción de precios, que es también un elemento indeseable en la economía.
Ocurre que en cada país existen componentes particulares, más allá de las leyes de la economía, por cuanto hay factores exógenos y endógenos que actúan sobre los agentes económicos, no necesariamente traducido en elementos tangibles, como es el caso de las expectativas que hacen que muchos se “cubran” en uno y otro sentido, ante determinado margen de incertidumbre.
En el Uruguay es indudable que el elevado gasto público, como una de las manifestaciones de la ineficiencia estatal, así como también una línea política que exige mayores recursos, obligan a aumentar la presión tributaria sobre los sectores reales de la economía. Estos son factores clave que hacen que la inflación anual esté siempre orillando los dos dígitos y sea una Espada de Damocles para el gobierno de turno, desde que de llegarse al diez por ciento se dispararían reajustes automáticos de salarios y pasividades que dispararían una espiral inflacionaria cuyas consecuencias serían nefastas.
Pero a la vez la deflación es asimismo un síntoma de desequilibrios y un factor indeseable en toda economía, porque muchas veces es una consecuencia de la recesión, y a la vez la realimenta, creando un círculo vicioso.
Precisamente en la zona euro, los gobiernos enfrentan actualmente el dilema de evitar un escenario de deflación, es decir, de baja sistemática y generalizada de los precios al consumo, como es el caso notorio de Grecia y Chipre, donde el año cerró con una caída de 1,3% y 1,7% en sus precios, respectivamente, respecto a diciembre de 2012. En toda la zona euro la inflación se ubicó, en promedio, en apenas 0,8%, muy por debajo del objetivo de 2%. Como contrapartida en ese mismo período, los precios al consumo en Uruguay subieron 8,5%.
Uno y otro extremo son causa y efecto de desequilibrios, que se pagan muy caro. Los males de la inflación son bien conocidos por los uruguayos, porque es un impuesto encubierto que corroe el poder adquisitivo y la calidad de vida de los sectores de menores ingresos, fundamentalmente. En primer lugar, reduce la capacidad de consumo de las familias, y si bien los salarios se ajustan periódicamente, entre ajuste y ajuste la inflación reduce el poder adquisitivo porque los sueldos siempre corren de atrás a los precios.
La inflación genera además incertidumbre a los empresarios para la proyección de su actividad y por lo tanto para concretar inversiones, pero la deflación que intentan evitar las autoridades europeas es también perjudicial para sus economías, por cuanto la caída de los precios sistemática afecta las decisiones de consumo, postergándolas e incentivando el ahorro, dado que el consumidor muchas veces prefiere postergar las compras sabiendo que el precio de lo que le interesa mañana va ser menor que el que tiene hoy. Entonces se desestimula la producción, porque a nadie le sirve hacer algo con poca demanda y que a lo sumo lo podrá vender a precio de ganga dentro de un tiempo.
A la vez, es indudable que al abatir la demanda, el potencial consumidor opta por no tomar crédito para algo que no va a comprar todavía. Paralelamente, con menor movimiento de compras, el Estado recauda menos y los compromisos financieros se le hacen más acuciantes, como los servicios de deuda.
Por lo tanto, en todos los casos, es deseable un equilibrio macroeconómico y cierta estabilidad en las expectativas, para que haya índices muy moderados de inflación, y en todo caso, si hay precios que bajen, que éstos sean consecuencia de una mayor productividad o de la rebaja de costos para las empresas.
Pero para ello, la iniciativa debe partir de decisiones políticas que prioricen bajar los costos del Estado sobre los sectores reales de la economía, lo que hará que bienes y servicios se pongan más al alcance de los productores y la población. Esto es fácil de decir pero no de poner en práctica, de acuerdo a lo que indica la realidad, porque por el otro lado, el “estado de bienestar” donde todo es gratis --o casi-- y se dan innumerables beneficios a buena parte de la población, con garantías del Estado incluso para los que jamás aportaron nada, debe sustentarse de alguna manera. Y eso es, que “los que tienen, paguen” por los demás. Son dos visiones: generar riqueza para que cada uno resuelva lo que desea hacer, o distribuir pobreza donde todos podemos acceder a lo que el Estado nos da. Y aunque parezcan contrarias, como en todos los órdenes de la vida debe haber un equilibrio entre esos extremos para que un país sea “sustentable”.
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