Paysandú, Miércoles 12 de Febrero de 2014
Opinion | 07 Feb La reciente asunción del Dr. Jorge Larrieux como nuevo presidente de la Suprema Corte de Justicia, agregó un nuevo episodio de rispidez en la relación con determinados sectores de la fuerza de gobierno y organizaciones que se dicen defensoras de derechos humanos, ante el tenor del discurso pronunciado por el magistrado en el que éste fustigó los cuestionamientos y embates de estos grupos contra el máximo organismo del Poder Judicial.
Larrieux expuso que los cuestionamientos de los sectores de izquierda implicaron un “intento de desvalorizar el sistema democrático apoyado en tres poderes independientes y mutuamente controlados”, es decir los pilares en que se basa el sistema republicano de gobierno, y que establece garantías para todos los ciudadanos por encima del talante de quien esté ejerciendo el poder. Por cierto, las apreciaciones del magistrado apuntan a determinadas actitudes que han puesto de relieve sectores frenteamplistas ante pronunciamientos de la Suprema Corte que no son de su agrado, como si el organismo de un poder independiente del Estado debiera estar sometido a lo que opina y hace el gobierno, tanto al Poder Ejecutivo como el Parlamento, y por lo tanto no debiera cumplir con su cometido de observar que se cumplan las normativas vigentes y se respete la Constitución, nada menos.
Es cierto, la presencia del presidente José Mujica en el acto de asunción conlleva un valor simbólico de respaldo a la independencia del Poder Judicial, como no puede ser de otra manera en un presidente elegido por voto popular en plena vigencia de la democracia, aunque en más de una oportunidad el propio mandatario, con actitudes ambivalentes, no ha sido enfático en este respaldo que debe estar por encima de posturas partidarias e ideologías.
Es así que el jefe de Estado y sus ministros, mientras proclaman reiteradamente su respeto a los fallos de la Suprema Corte, representantes del mismo gobierno censuran a la Corte en el exterior --como en el reciente planteo a la ONU sobre el traslado de la jueza Mota-- y naturalmente, algunos dirigentes de primera línea reiteran una y otra vez que la SCJ actúa en defensa de los intereses “de la derecha”, simplemente porque el organismo falló contra leyes aprobadas a brazo de yeso por la mayoría oficialista que son marcadamente inconstitucionales, y que los parlamentarios de la fuerza de gobierno igualmente aprobaron pese a ser advertidos por reputados juristas que se llevaban por delante normas establecidas en la Carta Magna.
En el caso del traslado de la jueza Mota, sin dudas se trató de una decisión que es potestad de la Corte y la Constitución no prevé que el máximo órgano judicial tenga que explicarle a los otros poderes el porqué de sus decisiones administrativas, que es como si el organismo requiriera explicaciones por actos de gobierno privativos de los otros poderes del Estado.
Ocurre que hay grupos radicales enquistados en la izquierda que efectivamente apuntan a la “desvalorización” de la democracia, de acuerdo al término utilizado por el Dr. Larrieux, porque precisamente no creen en la democracia “formal” como tratan despectivamente a lo que es democracia a secas, y que significa respetar un ordenamiento institucional y legal que regula la relación entre poderes y pone coto a desvíos, sobre todo de quienes se sienten desde siempre dueños de la verdad y ponen “lo político por encima de lo jurídico”, como la cosa más natural del mundo.
Y si no, alcanzaría con remitirnos a expresiones vertidas por la activista Irma Leites, líder de la organización Plenaria Memoria y Justicia, a propósito de las declaraciones de Larrieux, al señalar que el magistrado “defiende algo que no existe, porque esta es una democracia que perpetúa la impunidad” (o sea, no le sirve lo que deciden las mayorías en las urnas), que “sigue defendiendo la tesitura de que ellos son la muralla de la impunidad” y que “es la interpretación fascista de la situación que niega absolutamente el derecho de la gente a expresarse”.
El punto es que en su particular óptica, como en la de otros grupos “ultras”, “la gente” son unos pocos “iluminados” cuya forma de “expresión” es salir en marchas con las caras ocultas tras pañuelos y capuchas, para apedrear vidrieras de comercios, autos y policías, ingresar en asonada al edificio de la Suprema Corte de Justicia y luego presentarse como víctimas, en defensa de “derechos humanos” en los que no creen, porque responden a ideas extremistas en las que quien no comparte sus ideas es un enemigo o está aliado con la oligarquía dominante, y descalifican a todo el que piense diferente.
Es decir, grupos que medran en el caos, que no creen ni les importa la democracia y sí en la violencia, son intolerantes y se basan en eslóganes y frases hechas, apostando a que los uruguayos somos un hato de tontos.
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