Paysandú, Miércoles 02 de Abril de 2014
Opinion | 28 Mar Cuando estamos ya en año electoral, y llega la época de las promesas y de los compromisos de los candidatos sobre lo que van a hacer o se debería hacer desde el gobierno, no debe olvidarse que estamos superando ya una década de bonanza, y en la que se contó por lo tanto con ingresos adicionales que hubieran permitido llevar adelante reformas estructurales mediante una redirección del gasto para tener un colchón en qué apoyarse ante el sacudón inicial, para después cosechar los beneficios de dejar la casa en orden de cara a los desafíos por venir.
Y entre los grandes temas que precisamente debieron haberse encarado en este período figura el de la reforma del Estado, considerado como “intocable” por sus verdaderos dueños, que como bien saben y padecen los ciudadanos --salvo aquellos que se hacen los distraídos por motivos ideológicos-- son las corporaciones de funcionarios públicos.
Así, en su momento el expresidente Tabaré Vázquez anunció que pondría en marcha la “madre de todas las reformas” del Estado, pero transcurrieron los cinco años de su mandato y el intento quedó solo en la promesa, enterrada por falta de decisión política para hacer frente al desafío de ponerse en contra de los sindicatos que fueron durante años los socios de la coalición de izquierdas para llegar al poder.
El advenimiento del segundo gobierno del Frente Amplio debió haber sido por lo tanto en teoría el período de consolidación de esa reforma, pero al no haber sido siquiera empezada quedó para José Mujica el fardo de iniciarla.
Seguramente la gran mayoría de la ciudadanía uruguaya tenía la fundada expectativa de que por fin se iba a intentar algo serio para cambiar el “paquidérmico” Estado, como lo calificara el actual jefe de Estado, al asumir que significa un obstáculo formidable para el desarrollo y pesa gravosamente sobre la economía, como lo percibe naturalmente todo presidente cuando desde el sillón presidencial debe lidiar con el conjunto de la burocracia y máquina de impedir que es el Estado uruguayo.
Y realmente al principio de su mandato Mujica intentó de alguna forma “convencer” a determinados sectores de la coalición, sobre todo a los radicales, respecto a que una reforma sería muy beneficiosa para el país, para que al fin de cuentas todos salgamos ganando con un Estado eficiente y reducido solo a lo necesario, lo que a la vez redundaría en un fortalecimiento del sector privado, que es el que crea la riqueza, dejando al Estado actuando solo en las áreas estratégicas o en las que no hay interés del actor privado.
Ocurre que cuando hablamos de un paso real en este sentido, surge claramente un conflicto de intereses y prioridades, que hace que no todos estén dispuestos a tirar del carro y que por el contrario, determinados sectores intenten dejar todo como está, para así seguir aprovechándose de los beneficios de trabajar para el Estado pero sin asumir la contrapartida de responsabilidades hacia sus patrones --en teoría-- que son todos los ciudadanos.
Es decir que no hay convergencia de intereses ni nada que se le parezca, porque como lo demuestra la experiencia y como cualquier uruguayo sabe, conociendo cuales son los antecedentes, los sindicatos de funcionarios públicos no quieren saber nada con ninguna reforma, aunque dejaron en claro que quieren ser “consultados” antes de que se haga algo, por mínimo que sea. Es que simplemente sus intereses particulares están en juego en este tema, e históricamente se han opuesto a cualquier venta, asociación o medida relacionada con algún cambio en el Estado que aunque sea remotamente pueda afectar su situación, empezando naturalmente por su salario y siguiendo por su inamovilidad o sus condiciones de trabajo de pocas exigencias y reducido horario.
El presidente Mujica ha llegado a decir que “no podemos” intentar siquiera una mínima reforma del Estado, como también lo reconoció en el caso del sistema educativo, porque los sindicatos no lo “dejan”, aunque se ha cuidado muy bien de decir que buena parte de la culpa la tiene su antecesor, el Dr. Tabaré Vázquez, cuando aprobó una reforma educativa que solo incrementó el poder de las corporaciones de funcionarios en la dirección de la enseñanza, las que naturalmente solo se han preocupado por más recursos y salarios. Y como parece que la lección no fue aprendida, pronto también los bancarios tendrán mayor poder “negociador”, cuando pongamos en sus manos toda la economía nacional con la “bancarización” que impulsa el gobierno, así como ya le dimos a los sindicatos una excelente herramienta para defender sus intereses al precio que sea, con la ley de responsabilidad penal empresarial.
Ello explica que desde el gobierno se haya puesto marcha atrás a la tan vapuleada “reforma”, porque una cosa es el convencimiento de que algo debe hacerse respecto al Estado, y otra muy distinta es estar dispuesto a pagar el costo político de ponerse los sindicatos en contra, los que precisamente durante años hicieron acumulación de poder para llevar a la izquierda al gobierno, y son a la vez una palanca fundamental de apoyo para su gestión.
Y en este conflicto entre lo que se debe hacer y lo que no se hace para no afectar intereses propios, --tampoco desde los partidos tradicionales en su momento se ha podido avanzar en la necesaria reforma-- sigue de rehén el ciudadano común, el que reclama mejores servicios, más eficiencia y obras de lo mucho que deja en ventanillas del Estado, pero de lo que recibe solo una pequeña parte en tanto el resto se va a un barril sin fondo.
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