Paysandú, Martes 20 de Mayo de 2014
Opinion | 16 May Por disposición de la Intendencia Departamental de Montevideo, los comensales de los restaurantes y casas de expendio de comidas de la capital no deben contar con saleros en sus mesas, porque de acuerdo a la evaluación de las autoridades municipales capitalinas, el alto contenido de sodio de la sal de mesa es perjudicial para la salud, y es hora de que los seres humanos --en este caso los “uruguayos y uruguayas”--, tan afectos a cometer atentados contra su salud, por este método compulsivo, dejen de agregar a su organismo este elemento agresivo.
Es decir, una buena intención, la de que todos gocemos de la mejor salud posible, en este caso con menos elementos de riesgo para la hipertensión y por ende para un mejor cuidado de nuestro sistema cardiovascular, se transforma en un imperativo. Y por lo menos en las escasas veces en que la mayoría de los mortales nacidos en este suelo pueden disfrutar de una comida en un restaurante, la “dificultad” de tener que solicitar el salero oficia de freno al disfrute de una comida como nos gusta.
Por supuesto, lo que se logra al fin de cuentas es molestar a los comensales que pagan por su comida --por ahora la sal no está prohibida, solo que no puede estar en las mesas y debe ser solicitada expresamente--, porque el Estado, en este tema puntual a través de la Intendencia de Montevideo, considera que no debe ceder a la tentación de usar el salero y hacerse daño. Ocurre que ni siquiera esta medida compulsiva de control que se aplica en restaurantes cumple ni por asomo con la intención de preservar la salud, desde que es notorio que una familia tipo, seguramente va muy ocasionalmente a almorzar o cenar a un expendio de este tipo, y por lo tanto la drástica medida resulta inicua para los fines perseguidos, porque el grueso de la ingesta de alimentos se hace en el hogar.
Pero esta disposición de “cero salero” se da de bruces con la actitud de la misma Intendencia capitalina y el Estado en cuanto a prohibiciones se refiere, porque por ejemplo el alcohol, seguramente mucho más dañino que la sal, se vende libremente y se exhibe en cada vitrina y góndola, incluyendo a las estaciones de servicio, y lamentablemente muchas veces también vendiéndose a menores, en clara violación de las normas vigentes, sin que a los organismos encargados de estos controles se les mueva un pelo. Y por si esto fuera poco, con la Ley de Regulación de la Marihuana, el propio Estado será quien venda la droga a los adictos.
En todos los casos, de lo que se trata es de introducirse en la vida privada de los ciudadanos, dictar a su antojo lo que pueden y lo que no pueden hacer, comer, tomar y consumir, solo porque desde algún escritorio de la burocracia estatal, basándose en números que en nada consideran al ser humano como un ser inteligente y libre de tomar decisiones por sí solo, a algún jerarca se le ocurre que ha descubierto la varita mágica para hacer cumplir el sueño del Estado dueño y señor de las vidas de sus “súbditos”, por el bien de la sociedad.
En la misma línea, no puede extrañar que dentro de poco también algún otro burócrata con algún cargo de decisión, para no ser menos que el que prohibió los saleros, entienda que no debemos consumir más carne vacuna, porque así evitamos otro factor de riesgo como el colesterol, o las papas fritas, los alfajores, y cuanto dulce anda a la vuelta, porque en determinado porcentaje de la población eleva el contenido de los triglicéridos, que también provocan lesiones arteriales y afectan tarde o temprano al sistema cardiovascular.
En este contexto, recientemente un documental divulgado en Estados Unidos, denominado “Fed up”, denuncia que el 80 por ciento de los artículos que se venden en ese país contienen azúcar agregada, con sus implicancias en cuanto a ser un factor desencadenante de obesidad y hasta de adicción al edulcorante, que de acuerdo a este estudio puede producir una adicción similar a la que despierta la cocaína. Como prueba del daño que produce el azúcar, muestra las estadísticas crecientes de obesidad extrema en el país del norte, quizás olvidándose que los ciudadanos de esa nación son incapaces de caminar 20 metros desde que nacen, van en su propio automóvil hasta las ventanillas de los “fast foods” que les venden comida chatarra saturada de hormonas y sentados frente al volante –para no gastar energía ni en bajarse-- o en un escritorio climatizado se zampan esos alimentos saturados en ácidos grasos. ¡Y la devoción al “mínimo esfuerzo” es tal que algunos fanáticos hasta piden ser enterrados con su automóvil cuando mueran! Pero el problema es el azúcar…
Sin embargo las estadísticas los marcan claramente: hay que detener el consumo de azúcar; así como de comida chatarra; de grasas; de bebidas carbonatadas; de cigarrillos; de mate --el Uruguay tiene altísimos índices de cáncer de garganta por culpa de esta tradicional infusión--; de galletitas; de carnes rojas --chau asado, produce cáncer de colon--. Hay que prohibir el sexo “inseguro” --para terminar con las enfermedades venéreas como el sida o la sífilis--, obligar al uso de profilácticos, los menores de 18 años deben viajar en el asiento trasero de los autos y usar sillitas de seguridad para niños… Ah, cierto: eso ya está reglamentado.
Para no terminar en este absurdo –al que tarde o temprano llegaremos, seguramente-- en lugar de prohibir, lo que sí debe hacer el Estado, porque ese es su rol, es llevar adelante campañas de concientización y de divulgación sobre hábitos de alimentación, educar a la ciudadanía, comenzado por escuelas y liceos. Porque de otra forma lo que se estará pasando por alto es lo más preciado para una sociedad: la libertad de elección de sus individuos, vale decir el libre albedrío.
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