Paysandú, Miércoles 04 de Junio de 2014
Opinion | 02 Jun Tras el retorno a la democracia a partir de 1985, luego de doce años de dictadura en que se suprimieron las libertades individuales, las garantías constitucionales y entre ellas el derecho al voto para elegir a nuestros gobernantes, hubo consenso o por lo menos mayorías importantes en el sistema político para modificar el sistema electoral vigente hasta entonces, y uno de los aspectos a que se apuntó fue sin dudas la eliminación del doble voto simultáneo y la rigidez de la Ley de Lemas, porque hasta entonces se habían atado las elecciones nacionales y las departamentales sin que el ciudadano tuviera opción siquiera de cruzar el voto, el que se anulaba si se votaba candidatos de un partido en lo nacional y otro en lo departamental. De esta forma un candidato a intendente generalmente sufría el arrastre adverso o favorable de la tendencia nacional, por encima de virtudes y defectos y hasta la preferencia del ciudadano lugareño.
Pero para lograr este cambio fue necesaria una reforma constitucional, como se hizo en su momento para volver al sistema presidencial, tras el fracaso del régimen colegiado, que había instituido la rotación de la presidencia entre los integrantes de la mayoría del Consejo Nacional de Gobierno.
En suma, siempre hubo falencias en el sistema electoral vigente, a veces hacia un lado o hacia otro, con mayor o menor preponderancia de la autoridad presidencial, llegado el caso, y lo que se ha hecho ha sido poner en marcha experiencias que en alguna medida permitieran dar más libertad al ciudadano para elegir a sus gobernantes, tanto departamentales como nacionales.
El interregno de la dictadura fue al fin de cuentas un período que por lo menos sirvió para la reflexión y hacer que los partidos, sin perder su identidad o ideología, buscaran puntos de acuerdo para corregir algunas de estas falencias en el sistema electoral y entre las propias instituciones de gobierno, tanto departamental como nacional.
Pero no siempre en estas negociaciones los acuerdos que parecen posibles en la teoría se pueden plasmar en los textos, y además en los propios partidos suelen aparecer matices y diferencias, incluyendo el interés particular de sectores que anteponen sus visiones al interés general y tienen expectativas cortoplacistas para obtener beneficios de las eventuales modificaciones a que se llegue en la negociación.
El punto es que se logró un acuerdo para aprobar el régimen electoral que rige actualmente, que entre otros aspectos incluye la celebración de elecciones internas para elegir las convenciones departamentales y nacionales de cada partido, de las que surgen los candidatos a las elecciones siguientes mediante determinadas mayorías, a la vez de separarse en el tiempo los comicios nacionales y departamentales, eliminarse las candidaturas múltiples por partido a la Presidencia e instituirse asimismo la figura del balotaje o segunda vuelta electoral cuando ninguno de los partidos obtenga la mayoría absoluta.
Como en todos los órdenes de la vida, siempre hay reparos y apoyos, así como opiniones a favor o en contra de los cambios, en tanto con el paso del tiempo --y muchas veces según como le va a cada uno en el marco de las modificaciones-- surge la identificación de los problemas. La pertinencia o no de las elecciones internas y hasta la separación de las elecciones nacionales y departamentales figuran entre los puntos cuestionados, y eventualmente el balotaje, según el lado de que se mire. Uno de los argumentos que se maneja es la extensión de esa sucesión de campañas electorales, que tienden a saturar a la ciudadanía y naturalmente a los propios candidatos y sus finanzas. Claro, de no haber elecciones internas, habría que buscar alternativas para la organización partidaria y la búsqueda de candidatos únicos, lo que no es nada fácil ni proclive a soluciones mágicas, y eventualmente el voto cruzado podría ser una posibilidad si es que hay acuerdo interpartidario para plebiscitar una nueva reforma constitucional. Lo que no va a ser nada fácil a esta altura de los acontecimientos, para desprenderse de las ataduras ideológicas e intereses partidarios, porque la enmienda puede ser peor que el soneto y lo que le sirve a uno puede no servirle al otro, ante los intereses en juego.
Tampoco puede soslayarse la importancia de la figura del balotaje, que es un instrumento democrático por excelencia, al constituir una instancia de ejercicio de un derecho inalienable para elegir a nuestros gobernantes, utilizado desde hace muchos años en numerosos países, incluso de América Latina, pero particularmente en las democracias europeas. Y si bien no significa la perfección para un régimen democrático, sí es un paso adelante en cuanto a reflejar la voluntad del soberano, desde que el ciudadano está en condiciones no solo de optar por quien prefiere como presidente, sino también pronunciarse respecto a quien no querría para ocupar la primera magistratura.
Este no es un aspecto menor, sobre todo ante las experiencias negativas que hemos sufrido en nuestro país cuando en más de una oportunidad ha accedido al poder un presidente con no más del 20 por ciento de los votos del cuerpo electoral, en base a una norma que establecía el doble voto simultáneo y obtener la Presidencia por quien obtuviera la mayoría de votos dentro del partido más votado.
Es verdad, nada asegura, en esta como en cualquier otra elección, que la decisión popular vaya a ser la mejor para el país, pero en el acierto o en el error, es la suprema opción para el soberano ya con cartas a la vista. De eso precisamente se trata la democracia, de respetar y ser respetado, de asumir que una vez superada la instancia electoral, todos hemos elegido a nuestro presidente, cualquiera haya sido nuestro voto, en pleno ejercicio de nuestros derechos, y con plena conciencia de a dónde va a parar nuestro sufragio.
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