Paysandú, Miércoles 18 de Junio de 2014
Opinion | 18 Jun Desde los tiempos de Samantha Farjat y Natalia Dinegri, a los sacudones en el programa de Mauro Viale, tantas otras cosas se han visto (y ven) en la televisión que --como suele pasar con el pasado-- aquello parece juego de niños. Ahora la moda es participar en un concurso de baile y revelar íntimos conflictos, de la manera más cruenta posible.
El litoral oeste uruguayo, como se sabe, está dominado por la televisión porteña, la que por cierto también llega al resto del país, pero no de manera tan directa y abundante. Esta televisión, a su vez, influye en la que se produce en Montevideo (el principal centro televisivo del país), con programas de chimentos y zonceras, hasta en el mismísimo canal oficial.
Pero, sin dudas, los laureles siempre se los lleva Buenos Aires, que incluso desde lo peor entre lo malo marca tendencia. En años recientes, ha habido mucho de lo que avergonzarse: shows protagonizados por jóvenes ignotos que buscaban volverse célebres gracias a presuntos amoríos, escándalos, escenas de pugilato, confesiones de intimidades sexuales o hasta habilidades para la traición.
No obstante, todo parece poder ser peor, bastante peor. Límites para la telebasura no hay; al menos eso es lo que parece. De pronto, un prominente integrante de un programa de chimentos confiesa en cámara su propia infidelidad y cómo le había pedido a su amante que abortara. Cansados de exprimir al semejante, cansados de sacar a la luz cuanta miseria tienen los demás --a su vez dispuestos a todo por un lugar en la pantalla chica--, ahora resulta que los propios conductores se ponen como protagonistas, sacando --claro está-- sus propias miserias.
Lejos han quedado los tiempos en que lo escabroso quedaba en manos de los guionistas de telenovelas, ahora lo más escandaloso es la realidad sin pudor ni recato.
Obviamente, queda claro que el poder está en el control remoto, pero no totalmente. Es que la oferta idéntica se repite una y otra vez, con insultos, injurias, escándalos y miserias con protagonistas distintos, canal tras canal, a todo horario. La televisión tóxica sobre la que tanto se habla, parece ser adicción para los televidentes, que parecen lejos de comprender hasta qué punto lo que ven puede dañarlos espiritualmente.
El poder del televidente está fundamentalmente en lo que elige no ver. Pero este se reduce cuando la oferta es la misma, el mismo contenido tóxico con diferente envase. Dominados todos por el rating minuto a minuto, que gobierna el estirar o cortar el escándalo en el aire. El cambio debe venir desde la propia televisión. No hay otra forma de terminar con este tsunami de telebasura. No es suficiente el control remoto si por más que se cambie de canal la toxicidad será similar. Es la propia producción de televisión la que ha renegado del enorme valor de ese medio de comunicación. Y es ahí, donde deben producirse los grandes cambios.
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