Paysandú, Sábado 09 de Agosto de 2014
Opinion | 03 Ago Por cuentagotas, pero en forma irreversible, desde hace décadas se viene manifestando en nuestro país el fenómeno de la emigración desde el campo a las ciudades y centros urbanos en general, con algunos altibajos en cuanto a su intensidad en base a la coyuntura socioeconómica del momento, pero que se mantiene en prácticamente todas las zonas del país.
Datos del censo de población y vivienda realizado sobre fines de 2011 indica que lejos de revertirse, la tendencia se ha mantenido y hasta acentuado, al punto que la población rural actualmente llega solo al cinco por ciento del total, mientras que era del 8,2 por ciento en el conteo realizado en 2004.
Esta tendencia, que ha pretendido ser en alguna medida revertida a través de la Ley de Repoblamiento de la Campaña, es un fenómeno de origen complejo, y por lo tanto requiere también respuestas coincidentes desde varios ángulos, que tampoco pueden ser inmediatas y que lamentablemente tampoco tienen garantía plena de éxito, sino que en el mejor de los casos podría tratarse de paliativos a la espera de soluciones de fondo.
En las últimas tres décadas la población agrícola del país cayó un 60 por ciento, de los cuales la mitad correspondió al período 2000-2011, en el marco a la vez de una reconversión productiva en cuanto a extensiones de predios, tecnologías, explotación de las propiedades y perfil de cultivos, con la preeminencia en los últimos años del cultivo de la soja, que ha iniciado cambios significativo, con luces y sombras en cuanto a su proyección sobre la comunidad rural.
Pero más allá de la realidad económica y socioeconómica de las explotaciones rurales, y entre las complejidades de este escenario, nos encontramos con que el modo de vida, los objetivos y expectativas de la población rural no son las mismas que las que se tenían hace un siglo o apenas unas décadas atrás, desde que en mayor o menor medida las familias de nuestros campos se han asomado a determinada calidad de vida que perciben no están en condiciones de satisfacer si permanecen en el medio rural, y este es uno de los aspectos sustanciales a tratar de resolver.
Así, no se puede pretender que las familias se radiquen en el campo o en localidades pequeñas si no hay atractivos para residir allí y servicios. Desde hace varios años la mayoría de los trabajadores rurales vive en pueblos y ciudades del Interior debido a la falta de servicios básicos en la campaña, tales como electricidad, educación, atención médica, entre otros, pese a que en algunos casos se han dado pasos positivos en los últimos años.
Este es uno de los puntos elementales en la compleja trama que determina que año a año nuestros campos sigan expulsando gente hacia los centros poblados, y aunque el solo hecho de tener disposición e iniciativa para atender zonas olvidadas de nuestro interior profundo es un paso en la buena dirección, teniendo en cuenta las características de nuestras áreas rurales, las falencias y necesidades del medio son un factor condicionante extremo.
Las respuestas para que se dé una inflexión y en el mejor de los casos una reversión son muy complejas, sobre todo si evaluamos que este no es un fenómeno que se da solo en Uruguay sino que es de carácter mundial, y que partió desde hace siglos, cuando las ciudades se constituyeron gradualmente en un polo cada vez más atractivo para la población, incluso para pobladores rurales que pasaron a residir en asentamientos en el cinturón de los centros urbanos, pero que aun así tenían la esperanza de dar mejores oportunidades a sus hijos lejos del lugar de origen.
No hay por lo tanto a esta altura una solución mágica y ni siquiera un país o región que pueda ponerse como paradigma para ensayar soluciones más o menos similares, aunque evidentemente en países desarrollados donde se ha logrado extender servicios de buena calidad a las zonas rurales, se ha logrado minimizar la emigración, y en la Unión Europea por ejemplo funcionan desde hace décadas subsidios para diversas producciones agropecuarias con la intención de que las dificultades económicas no agraven la pérdida de población en las áreas rurales.
La Ley de Repoblamiento de la Campaña, aunque bien inspirada en sus objetivos, no muestra por ahora resultados tangibles porque es preciso contar con mayores plazos y mediciones diversas que permitan hacer una evaluación ajustada a la realidad. Por cierto que hay mucho por hacer, desde que lamentablemente existe un común denominador de carencias en nuestro interior profundo, sobre todo en cuanto a oportunidades para que sus habitantes puedan superar la situación en que se encuentran, la pobreza, con poblaciones que se van reduciendo y casas abandonadas, cuando los residentes perciben que tienen poco y nada para hacer en el lugar.
Igualmente, las acciones que se ensayen en nuestra olvidada campaña no resolverán por sí sola esta vasta problemática de pobreza y desesperanza, por cuanto se requiere herramientas para acceder a oportunidades laborales y abordar emprendimientos autosostenibles, en lo posible polos productivos como explotaciones forestales, frutícolas, lecheras, agrícolas, que son los que han contribuido a transformar para bien varias zonas específicas a lo largo y ancho del país, incluyendo a nuestro departamento. Una forma de promover el desarrollo rural sería contar con el firme apoyo de organismos del Estado para asesorar y potenciar inquietudes de las propias organizaciones de productores y vecinos, para establecer objetivos claros y proyectos que tengan sustentabilidad en base a la realidad de cada zona, con un trabajo sostenido en base a diagnósticos que sirvan de base para proyectos de corto, mediano y largo plazo, para generar una esperanza de cambios todavía ausente.
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