Paysandú, Miércoles 17 de Septiembre de 2014
Locales | 10 Sep Por Horacio R. Brum. Conocí a Ismael en una organización ambientalista de Santiago de Chile. Era delgado, de aspecto frágil pero mirada inteligente, siempre alerta a los detalles del entorno. Pasaba casi todo el día en la sede de aquel grupo de defensa del medio ambiente y contribuía, con su imaginación y su talento para dibujar y pintar, a dar color y atractivo a las acciones callejeras contra la contaminación del aire, la destrucción de los bosques o la matanza de las ballenas. Siempre vestido de negro, hablaba suave y tranquilamente y jamás puso en cuestión el pacifismo intransable de la organización. De su vida privada no decía mucho; solamente se sabía que vivía con su madre y que tal vez el padre había sido una de las tantas víctimas de la dictadura de Pinochet. Estudiaba algo relacionado con las bellas artes, pero siempre estaba a la búsqueda de algún empleo que le permitiese seguir pagando la matrícula de la universidad, en un país donde nadie puede soñar con seguir su vocación sin tener la calculadora en la mano, para ver cómo la financia.
Un 11 de setiembre, aniversario del golpe militar contra el gobierno de Salvador Allende, llegué hasta los alrededores del palacio de gobierno de La Moneda, para ver cómo estaba el clima de las marchas recordatorias, que todos los años terminan con incidentes con la policía, cualquiera sea el gobierno de turno. Bajo la estatua del presidente socialista derrocado en 1973 encontré a Ismael, vestido de negro como siempre y con una mochila abultada en su espalda. “Vengo preparado, por si los ‘pacos’ nos atacan”, me dijo aquel tranquilo voluntario ambientalista, señalando su mochila; sólo comentó que traía limones, para aliviar el efecto de los gases lacrimógenos, aunque la mochila se veía más pesada. Por un día, Ismael estaba dispuesto a abandonar su pacifismo y enfrentarse a las fuerzas policiales que para él no representaban el orden, sino la represión ejercida por un Estado y una sociedad con los cuales no hallaba puntos en común.
Como este joven, hay miles –o millones, si se tiene en cuenta que hasta 2012, cuando el voto dejó de ser obligatorio, 4.000.000 de personas no quisieron inscribirse en el registro electoral-, que no se identifican con el orden político vigente, y menos aún con el económico. A la retaguardia de cada manifestación estudiantil, por ejemplo, marchan unos grupos que las autoridades, por influencia de los medios de comunicación, identifican como “los encapuchados”. Con sus rostros tapados, se dedican a atacar y destrozar todo lo que para ellos simboliza el orden establecido: arrasan con los semáforos y las señales del tránsito, rompen los vidrios de las sucursales bancarias y de los locales de comida rápida de marcas extranjeras e intentan saquear las farmacias, que el público en general identifica con los peores abusos de la economía chilena, por el precio extorsivo de los medicamentos.
De ese ambiente salen también aquellos que, pretendiendo ser anarquistas, vienen poniendo bombas en Santiago desde mediados de la década del 2000, justamente cuando comenzaron las movilizaciones de los estudiantes para mejorar el acceso y la calidad de la educación. El atentado en la estación del ferrocarril subterráneo, realizado el lunes, es el primero de gran repercusión pública y con víctimas, pero lo cierto es que desde 2006 hasta ahora ha habido varias centenas de ataques y en una ola de junio de este año se registraron 10 atentados en dos semanas. No obstante, lo primitivo de las bombas, construidas usualmente con pólvora negra dentro de un extinguidor y un reloj despertador como regulador de la detonación, parece negar la existencia de una red terrorista muy organizada. En cuanto a la preparación de los atacantes, es significativo que no haya habido hasta ahora atentados contra blancos “duros”, como edificios del gobierno o instalaciones militares; solamente se produjeron un par de intentos sin efectos importantes contra algunas comisarías e incluso, en 2011, un joven que trató de poner una bomba en una sucursal del banco Santander terminó volándose una mano y un ojo, por su impericia para la tarea. Este caso es un buen ejemplo de las circunstancia personales de quienes en estos días la presidenta Bachelet definió como “terroristas cobardes”. Hijo de un empresario militante de la derecha, que según los informes policiales usados en el juicio prestaba más atención a sus negocios y a su ascenso social que a la familia, el joven de 23 años sufrió en la infancia y la adolescencia los efectos de la relación disfuncional de sus padres, con numerosos episodios de violencia intrafamiliar. Por sus problemas en el colegio y el interés creciente en las actividades de protesta política, el padre lo internó en una clínica psiquiátrica, “a fin de que retomara un camino de trabajo honrado y esforzado”, como declaró a los medios un hermano. Tras salir de la clínica, se alejó de la familia, tuvo una hija sin formalizar la relación con su pareja, intentó estudiar periodismo y se comprometió cada vez más con la lucha anti-sistema, lo que le valió caer varias veces preso. Una historia que tal vez no justifica el salir a poner bombas, pero que explica el abandono y desorientación de una buena parte de la juventud de Chile.
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