Paysandú, Miércoles 15 de Octubre de 2014
Opinion | 13 Oct Más allá de concepciones ideológicas que en posturas radicales de izquierda suelen obrar como venda para negarse a ver la realidad, a esta altura del tercer milenio no es un secreto para nadie que la iniciativa privada es el motor de la economía y el desarrollo, por su dinámica, la búsqueda de la eficiencia y la productividad, que son a la vez premisas para la subsistencia de la empresa en un mercado de libre competencia.
Igualmente, en nuestro país se mantienen resabios que provienen desde los albores del siglo pasado, cuando el intervencionismo y la omnipresencia del Estado en diversas áreas de actividad, metido a empresario, generó una cultura del Estado benefactor y paternalista que fue –lamentablemente todavía lo es-- el principal proveedor de empleo y sobre todo generador de burocracia.
En un Estado moderno, los desafíos y más aún las necesidades pasan por administrar eficientemente los recursos que proveen los sectores reales de la economía, promover y hacer las veces de catalizador de las inversiones para generar desarrollo en áreas estratégicas y a la vez ocuparse de atender sectores en los que el sector privado no actúa por la falta de rentabilidad y por ende se compromete su subsistencia.
En todos los casos, se requiere obtener recursos del sector privado para sostener su funcionamiento y a la vez ocuparse de la educación, la salud pública, la defensa, la financiación de planes de apoyo a sectores sociales, en lo que debería ser la búsqueda permanente de que puedan generar sus propias fuentes de ingresos y eventualmente subsidiar actividades en forma temporal, por razones de interés general, para posibilitar que puedan superar situaciones coyunturales y posteriormente hacerse sustentables. En suma, la apuesta al desarrollo y mejor desenvolvimiento de la actividad privada es sencillamente una apuesta al crecimiento, a la generación de riqueza y al reciclaje de recursos genuinos dentro de la economía, lo que constituye su columna vertebral, por cuanto se trata de recursos genuinos que se reciclan y que no van a ir a sostener la burocracia ni la ineficiencia crónica dentro del Estado. Ocurre sí que por más que se haya asumido por amplios sectores de la comunidad y el sistema político que a esta realidad no se le pueden hacer esquives por mucho tiempo, en Uruguay no es nada fácil desterrar la cultura del Estado benefactor y de la búsqueda del empleo público de por vida, que asegure un puesto inamovible e ingresos más o menos decorosos en promedio, con muy poco esfuerzo y productividad, por cierto.
Pero nada surge por generación espontánea, y lo que se otorga generosamente por un lado es porque por otro alguien se ocupó de crear riqueza. La contracara en este caso pasa por el hecho de que como no hay almuerzos gratis, alguien tiene que pagar por este buen pasar y por un número de funcionarios estatales excesivo como regla general, por la burocratización y la muy baja productividad en ese sector de actividad.
Y como todos los tientos salen del mismo cuero, el que lo paga, por supuesto, es el sector privado, tanto empresas como trabajadores, desde que se requiere una transferencia de recursos a través de impuestos y cargas sociales para sostener este andamiaje que tiene costos fijos que resultan difícil de sostener, aún en momentos de auge de la recaudación, como teníamos hasta el año pasado, pero que quedan como herencia para las sucesivas administraciones, haya o no dinero para hacer frente a estas erogaciones.
Este mensaje del empleo seguro y de buen pasar hace que los uruguayos en su mayoría piensen en el empleo público como tabla de salvación para sus necesidades laborales, sobre todo en un país en el que las corporaciones de funcionarios del Estado ejercen un alto grado de presión sobre el gobierno de turno a través de medidas sindicales con las que reclaman mejoras salariales y reivindicaciones en defensa de sus intereses.
Con casi un cuarto de millón de empleados públicos, el margen para la actividad privada no resulta auspicioso, porque se parte de la base de que debe lograrse generación de recursos para sostener este esquema tanto en bonanza como en crisis, donde además no hay variables de ajuste ante las crisis, como reducción de horas, Seguro por Desempleo y hasta despidos cuando las empresas están en rojo, porque el Estado siempre echa mano a los recursos de todos los uruguayos para financiar las pérdidas.
No puede extrañar entonces que estemos ante una idiosincrasia muy especial, la del sueño del empleo público, como herencia cultural profunda, pese a que la mayoría de los uruguayos somos descendientes de inmigrantes que debieron cruzar el océano y hacerse con su trabajo un lugar en la sociedad.
Ante esta cultura, que se transmite de generación en generación, lamentablemente --porque quien más, quien menos, asume que ante los riesgos es preferible el “refugio” en un empleo estatal--, es preciso trabajar mucho en la transmisión de la asunción de riesgos, la asimilación de los fracasos y de desarrollo del emprendedurismo, lo que no se podrá lograr de un día para el otro, sino que debe ser consecuencia de un trabajo permanente que debe apuntar a cambiar la realidad, al fin de cuentas.
Porque no va a alcanzar con repetir el concepto con insistencia machacona, sino que se trata de generar el convencimiento de que es así. Este es el punto precisamente, y debe partir también del gobierno la señal de que el esfuerzo privado es el sostén del esquema socioeconómico del país, abriendo paso a la desburocratización, al estímulo del emprendedurismo, pero a la vez encarar de una buena vez una reforma del Estado que implique que éste vaya saliendo de las áreas en las que no tiene que estar, en las que el privado se desempeña mucho mejor, con menores costos y más competitividad, para que no sigamos año a año dando vueltas a la noria sobre como deberían ser las cosas y sin que hayamos tenido la inteligencia y la voluntad de contribuir a cambiarlas, solo por seguir en la cómoda.
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