Paysandú, Martes 28 de Octubre de 2014
Opinion | 26 Oct Felizmente en forma ininterrumpida desde 1985 a la fecha, cuando los uruguayos volvimos a regirnos por un régimen democrático tras los aciagos 12 años de dictadura, volvemos a las urnas para elegir nuestros gobernantes, en ejercicio de un derecho y una obligación de la que ningún ciudadano debería abstraerse ni dejar de participar, sobre todo a partir de la cercanía de un período en el que otros quisieron decidir y hacer por nosotros, sin importar la opinión del soberano.
Estamos pues ante una responsabilidad insoslayable, más allá de banderas partidarias y concepciones ideológicas, de algún descreimiento en el sistema político, que por supuesto es imperfecto y está integrado por seres humanos, con sus virtudes y defectos. Por lo que, quien busca la perfección nunca podrá encontrar satisfacción a sus desvelos, porque no existe el régimen ni el ser humano perfecto, solo alguno menos malo que otro, tal vez, y encima siempre será cuestión de opiniones.
Los uruguayos aprendimos a valorar la democracia cuando la perdimos, sin duda, casi con apatía, en su momento, para encontrarnos con que cuando se ingresa en la oscuridad y no se percibe el final del túnel, pasamos a añorar aquello que no supimos valorar cuando lo teníamos, como se da en tantos órdenes de la vida. De ahí la necesidad de seguir cultivando la democracia como una flor, porque lo que ahora parece tan natural e intrínseco a nuestros valores, puede ir degradándose y perdiéndose de un momento a otro por actitudes soberbias o mesiánicas de quienes se sientan con derecho a pensar y resolver por los demás.
Estamos pues ante una jornada de gran trascendencia, intransferible en su significación para cada ciudadano, que tendrá la oportunidad de elegir a sus gobernantes por los próximos cinco años, en un marco de fiesta, al fin de cuentas. Porque, más allá de situaciones personales y del lugar que ocupa, es la instancia en la que el voto de cada ciudadano tiene el mismo valor, cualquiera sea su ocupación, situación social, cultura o modo de pensar.
Hoy la convocatoria al cuerpo electoral corresponde a las elecciones nacionales, de las que surgirán el presidente de la República --si se logran las mayorías establecidas por la Constitución-- y los integrantes de las cámaras de senadores, diputados y de las juntas electorales. Se trata de la séptima vez en que los uruguayos son llamados a votar para decidir su destino tras la dictadura, que hoy parece lejana pese a haber quedado atrás en 1985, pero estamos ante generaciones que no han vivido aquellos años y solo tienen referencia de ellos a través de sus padres o abuelos, llegado el caso.
Para estas generaciones, que han nacido y crecido en democracia, lo que ocurriera en aquellos años no es mucho más que una historia que no sienten como propia. Por lo tanto, es explicable que puedan no calibrar en toda su dimensión la importancia de regirse bajo un estado de derecho, al margen de los arbitrios e imposiciones de una tiranía. Son valores además que se defienden en el día a día, en el comportamiento de cada uno, pero también cumpliendo con el derecho y la obligación de depositar el voto en la urna cada cinco años, ejerciendo el control de sus gobernantes y haciendo uso de los canales de participación a través de sus representantes.
Es cierto, no alcanza con que tengamos elecciones para que vivamos en democracia. Pero es fundamental asumir que sin elecciones no hay democracia, y que todo régimen que se ufane de ser democrático al amparo de “asambleas populares” de mano levantada, referéndum por unanimidad y otros remedos para intentar salvar las apariencias, no son más que tiranías con un barniz de autocomplacencia y de búsqueda de mantener el poder a toda costa a través de parodias de elecciones.
No es el caso actual de Uruguay, felizmente, donde en estos últimos 30 años se ha registrado la rotación de tres partidos en el poder. Por lo tanto, quien más quien menos ha tenido la oportunidad de gobernar, con o sin mayorías propias, y cada uno ha percibido que una cosa es estar en la oposición y otra en el poder, donde lo que se ha prometido en la campaña electoral debe conciliarse con la acción.
Es decir, el ciudadano tiene ante sí diferentes propuestas y la posibilidad de comparar en base a experiencias y propuestas, con el desafío por supuesto de discernir entre la sustancia y la espuma, entre los eslóganes y lo que realmente se podría hacer en el actual escenario del país. Atañe solo a él la responsabilidad de elegir el camino, a través de las mayorías que se inclinen por tal o cual candidato, pero lejos de la visión absolutista de aplastar la opinión de las minorías circunstanciales.
Y hablamos de mayoría, precisamente, no de la minoría menor, porque a partir de 1999 se ha instituido la instancia del balotaje, como en muchos regímenes democráticos en todo el mundo, en que se habilita una segunda vuelta electoral en caso de que ningún candidato alcance el 50 por ciento más uno de los votos. Este es un plus indisoluble a la propia concepción democrática, porque habilita que el ciudadano se pronuncie expresamente eligiendo entre las dos opciones mayoritarias. Esto permite que todos los ciudadanos se expresen tras la fragmentación en varios partidos que se da en la primera instancia, para que decidan sobre quién a su juicio debería ocupar el sillón presidencial o en su defecto a quien no quieren, porque esta es también una opción muy valedera en la decisión soberana.
En todos los casos, estamos ante una instancia en la que se consolida la democracia, el estado de derecho, con vigencia de la Constitución y la ley, de las libertades, de derechos y obligaciones, y la reafirmación de que el poder reside en el ciudadano, ni más ni menos. Y ha llegado nuevamente el momento de ejercerlo, en su enorme significado, de cara al presente y al futuro de la nación.
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