Paysandú, Lunes 24 de Noviembre de 2014
Opinion | 18 Nov Han quedado muy atrás, felizmente, los años de la guerra fría, en los que la posibilidad de una devastadora guerra nuclear entre las grandes superpotencias era una amenaza palpable, de vez en cuando reactivada por hechos puntuales como la crisis de los misiles que involucró a Estados Unidos y la Unión Soviética a través de Cuba en la década de 1960.
Hemos llegado así a un tercer milenio en el que aquella dicotomía que promovió la guerra fría se ha disipado, aunque quedan todavía algunos rezagos trasnochados, como los regímenes de Corea del Norte y Cuba.
Pero sí quedan en mayor o menor medida resabios de imperialismo, influencias e intereses económicos que se siguen tejiendo en el escenario global, un aspecto en el que ninguno de los países involucrados puede arrojar la primera piedra, y se trata de escenarios cambiantes y de presiones en procura de objetivos ocultos o disimulados, pero siempre tratando de arrimar agua para el molino propio, como regla general.
En este contexto, cuando se celebran los 25 años de la caída del muro de Berlín, el mundo vive hoy tiempos convulsos, en el momento de mayores tensiones entre Rusia y Occidente desde aquel hito histórico que jalonara el derrumbe del bloque comunista.
Este fin de semana, en la cumbre del G20 en Australia, los líderes occidentales le tendieron una especie de “emboscada” política al presidente ruso, Vladimir Putin, lo que provocó que este adelantara su regreso a Moscú sin asistir al almuerzo con los demás líderes y antes de que se emitiera el comunicado con las resoluciones de la cumbre.
En esta oportunidad, uno a uno, varios gobernantes de Occidente tomaron su turno en Brisbane para fustigar a Putin por su participación en la crisis de Ucrania, donde sigue alentando y apoyando el fuego de los separatistas prorrusos con armas, dinero y hasta incursiones militares. El primer ministro británico, David Cameron, y el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, encabezaron la arremetida contra el líder ruso y amenazaron con imponer más sanciones a Moscú.
Pero los siguieron otros, con cuestionamientos diversos, al punto que el episodio parece marcar el punto más alto de las tensiones desde el fin de la guerra fría, y es así que analistas del escenario internacional consideran que estamos hoy en una guerra “tibia”.
Pero ni tanto ni tan poco, porque lo que está en juego acá no son bandos netamente diferenciados desde el punto de vista ideológico, sino de acomodamientos de influencias, hegemonías, resabios imperialistas e incluso elementos étnicos históricos, en cuyo contexto se inscribe notoriamente la cantidad de países que reaparecieron o se conformaron en Europa del Este tras el derrumbe de los regímenes comunistas.
En alguna medida, entonces, al influjo de Putin, Rusia ha regresado por un camino de reminiscencias zaristas, y queda de manifiesto un perfil expansionista del líder ruso, con dejos de nostalgia de la grandeza imperial y de la Rusia que fue históricamente potencia hegemónica, que en esta coyuntura contemporánea choca permanentemente con la idea occidental de ensancharle las fronteras a Europa, a la democracia liberal y a la economía de mercado.
Es decir, en este caso Ucrania no es más que uno de los teatros de operaciones en esa pugna, acaso el más importante y donde ese choque de intereses se refleja en forma más clara e incontaminada de otros factores regionales.
Ocurre que los escenarios y las situaciones pueden cambiar, y en buena medida lo que está en juego en estas diferencias pasa por modelos y culturas políticas de distintos perfiles, que fundamentalmente son por un lado el modelo de democracia autoritaria y capitalismo retorcido de Putin, y la democracia liberal de Occidente con capitalismo convencional, cada uno con sus respectivos claroscuros, ventajas y desventajas, pero en todos los casos con ninguno en condiciones de lanzar la primera piedra ni desgarrarse las vestiduras.
Es decir, se trata de la búsqueda del predominio, de expansión territorial, de hegemonías. Nada nuevo en el mundo, porque viene desde el fondo de la historia, lamentablemente demostrando que poco y nada se ha aprendido de las lecciones que deberíamos tomar en serio, y con los pueblos sufriendo y tomados de rehén en controversias políticas que deberían dirimirse por concesiones recíprocas y sentido común. Y asumiendo que ante la disyuntiva de conflictos bélicos, en los que todos pierden, es buena cosa tratar de acordar antes que los despliegues de soberbia y las posiciones irreductibles.
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