Paysandú, Jueves 22 de Enero de 2015
Opinion | 18 Ene Desde los comienzos de la civilización, el hombre ya se preocupaba por el destino de los suelos y su entorno ambiental. Aunque parezcan temas de actualidad que los grupos ecologistas traen a las mesas de discusión, Platón se lamentaba en su época de “la tierra gruesa y blanda” que había desaparecido de las planicies junto a las grandes extensiones de bosques para abrir paso a las construcciones. Cicerón decía que “los destructores de bosques son los peores enemigos del bien público” y Plinio, el Viejo, escribió en su “Historia Natural” que “cuando el bosque, que contiene y dispersa las tormentas, es destruido en las colinas, los torrentes funestos se concentran”.
Los filósofos griegos y romanos que vivieron antes de Cristo simplemente describían con una lógica brillante algunos de los problemas que observaban en aquellas ciudades, cuando aún no era un problema acuciante debido a la escasa densidad poblacional.
Con el paso de los siglos, la brecha se profundizó, se expandieron las ciudades, la gestión productiva escaseó y comenzó una deforestación que se ha tornado inmanejable. Ante la necesidad de mitigar el cambio climático y concientizar en el desarrollo sostenible, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) declaró al 2015 como el “Año Internacional de los Suelos”.
La degradación de los suelos hace peligrar la soberanía alimentaria de los pueblos. Esta frase, que se reitera en los programas de gobierno, ante las organizaciones internacionales e integra el vocabulario habitual del activismo, define al derecho de los pueblos a alimentos adecuados, accesibles, producidos de manera sostenible y bajo su propio sistema productivo. Esto significa ubicar sus necesidades por encima de los mercados e incluir a las futuras generaciones en la defensa de diversas estrategias, en tanto involucra un compromiso de subsistencia social y económica.
Los suelos no se recuperan fácilmente y su uso inadecuado puede provocar pérdidas irreparables. Algunos porcentajes a tener en cuenta: el 24% del suelo mundial está degradado, el 20% en degradación son tierras de cultivo y 1.500 millones de personas en 110 países dependen de las tierras en degradación. Cada año se pierden 12 millones de hectáreas o el equivalente a 20 millones de toneladas de grano anuales o U$S 42.000 millones de ingresos como resultado de la desertificación.
En Uruguay, donde el principal problema es la erosión, se establecieron planes de uso y manejo de suelos en forma obligatoria, que le ahorran al país una pérdida de 11.500 hectáreas al año, y se planea la incorporación de los tambos. El exdecano de la Facultad de Agronomía, Fernando García, referente a nivel nacional en la conservación de suelos y agua, reiteraba que las nuevas producciones agrícolas sacudieron las viejas estructuras productivas del país y generaron incertidumbre. Incluso señalaba que “el problema del suelo no tiene prensa ni ONG, pero es el único recurso que una vez que lo perdemos, no lo recuperamos sino luego de miles de años”.
Ocurre que el “boom sojero” ha acelerado los peores procesos, pero la gran pregunta sigue vigente: ¿cuánto durará?
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