Paysandú, Jueves 05 de Marzo de 2015

La vara torcida

Opinion | 27 Feb El 14 de febrero se cumplió el primer aniversario de la detención del dirigente político venezolano Leopoldo López, quien a principios de la década pasada alcanzara notoriedad pública internacional por ser el alcalde de uno de los municipios de Caracas, y sobre todo porque desde ese lugar lideró la campaña en contra del entonces presidente Hugo Chávez.
La detención de López trae a la memoria la que sufriera Henrique Capriles, quien fuera candidato a la presidencia de su país en dos oportunidades y principal enemigo político del expresidente Hugo Chávez y luego de su sucesor y actual mandatario, Nicolás Maduro. Capriles, por su parte, fue encarcelado en 2002 en circunstancias poco claras y estuvo privado de la libertad por cuatro meses.
El arresto a manos del Sebin (Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional) el pasado 19 de febrero, del también opositor alcalde de Caracas, Antonio Ledezma --imputado por una supuesta conspiración para generar violencia--, que se produjera en circunstancias en las cuales los miembros de las fuerzas oficialistas debieron abrirse paso a los tiros entre los manifestantes que amenazaban con impedir su detención; la muerte de un joven estudiante de 14 años a manos de un policía que participaba en una de las últimas marchas en contra de la política de gobierno del país caribeño; así como las constantes denuncias de represalias por la oposición política que aseguran que casi el 45% de sus alcaldes tienen procesos judiciales abiertos en su contra, no hacen más que poner de manifiesto el delicado “estado de salud” en el que se encuentra la democracia venezolana.
Una democracia que por cierto es al menos, cuestionable; porque no alcanza con haber ganado en las urnas para justificar cualquier atropello. En una democracia real deben existir garantías para todos los ciudadanos, algo que claramente no existe en Venezuela, república donde el servicio de Inteligencia dependiente del Ejecutivo tiene potestades para detener a un civil sin intervención de la Justicia –que, de todas formas, también es controlada por el presidente-- al estilo de los Camisas Negras de Mussolini.
Sin embargo, durante la sesión del Parlamento Europeo, en diciembre del año pasado, se puso a consideración una resolución en la cual se condenaban los constantes embates y violaciones a los derechos humanos por el gobierno venezolano. Dicha resolución, según un informe recientemente publicado por el diario El País de Madrid, tuvo el rechazo del 17% de los “eurodiputados”, liderados en su gran mayoría por las distintas ramas de la izquierda.
Mientras que para la izquierda europea no parece haber mayores problemas en Venezuela referidos a la violación de los derechos humanos, por estas latitudes la realidad no parece ser muy diferente. A excepción de las últimas tibias declaraciones de José Mujica --“no está bueno que haya presos políticos en Venezuela”, dijo el presidente--, brillan por su ausencia los discursos de mandatarios o la organización de reuniones de última hora por los cancilleres de los distintos países.
Los mismos que hace menos de tres años decidieron con una celeridad asombrosa la expulsión de Paraguay del Mercosur, en represalia por la destitución legal y constitucional del presidente Fernando Lugo por el Senado paraguayo, por ejemplo.
Para algunos, “lo que importe es que el proceso no se detenga”, al decir de la senadora Lucía Topolansky, esposa del presidente uruguayo, en clara alusión a la “revolución bolivariana”, inspirada en el sistema cubano, que por cierto no es una democracia.
Sería bueno tener presente, en pos de no “perder el eje”, que el principio básico de la democracia no es otro que respetar a las minorías y no simplemente acatar la voluntad de las mayorías. También sería bueno que la clase política de la región se quitara la venda ideológica porque, como enseñaba el filósofo griego Aristóteles, “no es bueno torcer la vara que después pueda ser usada para medirte”.


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