Paysandú, Jueves 19 de Marzo de 2015
Opinion | 18 Mar Este fin de semana los brasileños se volcaron masivamente a las calles en todo el país, para expresar de esta forma su descontento por los actos de corrupción registrados durante los gobiernos de izquierda en el vecino país, y que tuvieron su manifestación más grosera en las maniobras en la empresa estatal Petrobras, la cual hasta hace unos meses fuera tomada como ejemplo de gestión estatal exitosa en América Latina.
Cerca de un millón y medio de brasileños hicieron blanco de su protesta a la presidenta Dilma Rousseff, la que no solo tiene abierto este frente adverso, sino que enfrenta un complejo panorama de tensión social, política y económica derivada en parte del gran escándalo de corrupción en Petrobras. En este caso la mayor protesta tuvo lugar en San Pablo, corazón industrial del país, donde manifestó un millón de personas, en su mayoría vestidas con la camiseta amarilla y verde de la selección brasileña de fútbol, como en el resto del país. Otro medio millón más se volcaron a las calles en otras 83 ciudades de Brasil.
Más allá de los carteles exhibidos por grupos con inscripciones que reclamaban la destitución de la presidenta, y de otros que incluso pedían una intervención militar que ponga fin a más de 12 años de gobierno del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT), es evidente que el descontento social tuvo de esta forma el canal de expresión que estaba buscando. Como reacción, la presidenta del Brasil expresó que “el gobierno tiene la obligación de abrir el diálogo”, y que “cuando las personas se manifiestan en las calles, es obligación del gobierno escuchar lo que ese acto coloca en la coyuntura”. Una posición que --felizmente-- dista mucho de la adoptada por el mandatario venezolano Nicolás Maduro en cada oportunidad en que el “otro pueblo”, ese que no aplaude cada vez que habla con pajarillos, se manifiesta en contra a su gobierno. Rousseff reacciona ante el ruido de las masas como se esperaría de un demócrata, mientras que Maduro encarcela a los opositores, cierra los medios que podrían hacerle mella, patotea a los manifestantes --incluso varios resultaron muertos-- y ataca a la oposición. Aunque los gobiernos sudamericanos afines no lo noten --y tampoco reaccionan--, hay una gran diferencia entre uno y otro gobierno, aun cuando los dos son de izquierda.
En tanto, en Brasil la popularidad de la mandataria cayó 19 puntos en poco tiempo, y se situó en febrero en el 19 por ciento. La presidenta enfrenta una situación complicada en varios frentes, con la economía estancada, la inflación elevada y decenas de legisladores investigados por su supuesta participación en el caso Petrobras.
En este episodio puntual le ha tocado a un gobierno de izquierda enfrentar estas duras acusaciones, con procesos judiciales y denuncias contra connotadas figuras vinculadas o designadas por el gobierno, cuando éste levanta precisamente entre sus banderas una supuesta transparencia, rechazando toda forma de corrupción y amiguismos contra los intereses populares.
Bueno, estos enunciados de neto corte electoral han sido utilizados en campañas proselitistas de todos los colores, tendencias e ideologías para llegar al poder, pero ocurre que una cosa es lo que se pregona --no debe descartarse que se tenga la mejor intención-- y otra lo que resulta del ejercicio del poder. Primero, porque interviene inequívocamente el factor humano, y la honestidad y la probidad no es patrimonio de ningún partido ni ideología, y segundo, porque ya sea de derecha, de izquierda o de centro, suele acontecer que hay resistencia a dar la transparencia prometida a los actos de gobierno o gestión.
Es que, como dice el refrán, una mano lava la otra y las dos lavan la cara, y quien más quien menos tiene flancos expuestos a la hora de sacar los trapitos al sol, por acción o por omisión, cuando no por implicación directa en actos reñidos con la ética y la honestidad.
Claro, en Brasil, como en otros regímenes en que rige la institucionalidad democrática, por encima del sesgo ideológico de cada gobierno, la ciudadanía, la nación como cuerpo vivo, tiene canales para expresar su descontento y recurrir además a una Justicia independiente para la investigación y eventual condena. Es cierto, siempre existe la posibilidad del componente político en las denuncias, y que debe desentrañarse una madeja a menudo compleja para discernir hasta donde llegan los tráficos de influencias, la conjunción de intereses, los actos ilegales y las posibilidades del logro de pruebas para determinar culpabilidades, porque un estado de derecho debe precisamente ofrecer todas las garantías inherentes a la democracia.
Ese es precisamente el punto, la fortaleza de la democracia, cuando permite que en el libre juego de la institucionalidad pueda investigarse y tratar de llegar a la verdad, separando la paja del trigo, las acusaciones sin fundamento de los hechos comprobados, y dar las garantías del libre proceso.
Esta fortaleza puede parecer vulnerabilidad para quienes no comulgan con las ideas democráticas, y sobre todo, cuando no coinciden los hechos con lo que se pregona, y por ejemplo, no se habilitan comisiones investigadoras aduciendo que no hay méritos para ello, y esta expresión de soberbia, complicidad e intento de poner el partido por encima de todo, no es patrimonio de ninguna ideología, sino propia del ser humano, y como tal, involucra a gobiernos de todo el espectro político.
Pero en democracia no es posible ocultar estas prácticas todo el tiempo, felizmente, porque la verdad tarde o temprano termina por salir a luz, contrariamente a lo que ocurre en las tiranías, ya sea en los regímenes de partido único, como en aquellos en los que se han entronizado dictadores sin más partido e ideología que satisfacer sus propias ambiciones y usar el poder en su beneficio.
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