Paysandú, Sábado 25 de Abril de 2015
Opinion | 19 Abr Un informe elaborado hace unos años por la Dirección General de la Salud “para las direcciones departamentales de salud litoraleñas” denominadas “Floraciones algales de agua dulce: Cianobacterias y la producción de metabolitos tóxicos para la salud: Cianotoxinas” alertó acerca de la existencia y multiplicación de floraciones algales en los cursos de agua y sus consecuencias en la salud humana.
El documento técnico detalló los factores promotores del desarrollo de las floraciones con la presencia excesiva de materia orgánica en el agua y el estancamiento, como los embalses, entre otros aspectos.
Seguidamente, enumeró los perjuicios a la salud ante su capacidad de producir sustancias tóxicas, “las que se denominan genéricamente ‘cianotoxinas’ por provenir de las cianobacterias”, ante cuya exposición “pueden causar problemas de salud leves (dermatitis y alteraciones gastrointestinales) hasta problemas de salud más graves con efectos tanto agudos como crónicos (hepatotóxico y neurotóxico)”. El informe se refirió específicamente a la microcistina, “uno de los géneros más habitualmente encontrados en Uruguay responsables de las floraciones tóxicas y la producción de cianotoxinas”.
Ante tanta información técnica, resultó relevante el detalle de los “antecedentes en Uruguay”. Allí, el informe señaló que en nuestro país “se han registrado floraciones de cianobacterias desde 1982, principalmente durante el verano. Sin embargo, la presencia de toxinas (microcistinas) se comienza a determinar a partir de 1999, resultando tóxicas al 100% de los eventos analizados”. En el documento aparecía subrayado para los casos de contaminación con las floraciones lo siguiente: “el aspecto del agua provoca un natural rechazo que constituye una defensa para el potencial consumidor”. Sin embargo, aclaró que “los animales no hacen ninguna distinción, por lo que constituyen las víctimas mortales más numerosas por intoxicación con cianobacterias”.
Ahora, a 33 años de conocida la realidad de la existencia de las cianobacterias y a 16 años de las microcistinas en Uruguay, oficialistas y opositores plantean con honda preocupación la contaminación existente en los cursos de agua, cual si fuera un profundo descubrimiento científico al que hay que salir a solucionar ya.
Desde hace décadas que otros académicos y estudiosos alertaban sobre la profundización de una problemática que se agudizaba, en tanto no existía un plan que llevase al “país productivo” a una “conciencia social”, que permitiese conjugar a la nación agroexportadora con la tierra sustentable y amigable para sus poblaciones.
Ahora que la contaminación se ha transformado en una moneda de cambio para plantar bandera y comenzar a discutir qué se hace, otra generación de expertos consultados reafirma que el problema no se limita al Santa Lucía o a la Laguna del Sauce, sino a la totalidad de las aguas superficiales del país.
La falta de inversión en métodos para proteger el agua se abonó a fuerza de discursos, y quienes intentaron plantearlo como un problema fueron vistos como verdaderos bichos raros, afectados a lanzar “cañitas voladoras”, tal como lo planteó el exministro de Medio Ambiente. Por eso, ante la evidencia, la actual secretaria de Estado, Eneida de León, tuvo que reconocer la contaminación existente, pero la bomba ya había explotado.
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