Paysandú, Lunes 04 de Mayo de 2015
Locales | 03 May El día miércoles 15 de los corrientes, al regresar de un breve viaje a la ciudad de Colón, República Argentina a la cual no visitaba desde hacía unos dos meses y siendo aproximadamente las 19.30 horas, me encontré involucrada en una fantástica e inverosímil experiencia solamente imaginada por quienes gustan de los macabros tejes y manejes de las películas de hampones, narcotraficantes y hasta de contrabandistas.
Como expresé anteriormente, ingresé a esa hora a los accesos del Puente Internacional José G. Artigas, y en primera instancia, como corresponde, me detuve en la caseta de CARU para abonar el peaje donde fui atendida con una deferencia exquisita como siempre lo hace el mencionado personal con todos los pasajeros. Continué hasta la caseta de Migración en la cual encontré también como suelen hacerlo en esta institución, un funcionario con una sonrisa de bienvenida que daba placer y gusto escuchar sus amables y atentas palabras cuando solicitó los documentos.
Volví a retomar mi camino y me detuve porque un joven funcionario de aduana (supuse que lo era aunque no llevaba ninguna identificación a la vista) me salió al paso y comenzó la revisación como corresponde hacer a todos los pasajeros que ingresan al territorio, la cual realizó correctamente aunque un poco dubitativo quizás por su corta experiencia en el cargo. Estaba cumpliendo su trabajo cuando sorpresivamente, surgió de improviso una funcionaria quien también se abocó a la tarea de la revisación lo cual, afirmo, es correcto y necesaria su realización, pero lo que no es correcto es la actitud amedrentadora la cual demostró desde el primer momento y de la que hizo gala tal vez con la intención de manifestar su posible cargo jerárquico. Comenzó abriendo de par en par las puertas del auto con un ímpetu furibundo tal como se efectúa cuando se busca algún material bélico o de alta peligrosidad para el Estado, a la vez que vociferaba mandatos y reprimendas a diestra y siniestra. No satisfecha con su perorata marcial me ordenó que ubicara mi auto fuera de la senda y ya ubicado en dicho lugar llamó a un funcionario de Prefectura a quien le impuso mi custodia, y para rematar su acto imperativo le dijo con voz de mando: “quedate acá y cuidala, que no se vaya a ir”; y esto me sonó como si hubiera dicho “esposala y ponela contra el paredón”. Los transeúntes que pasaban miraban atónitos el deprimente espectáculo armado por esta funcionaria pensando, quizás, que se trataba de la captura de otro malhechor aprehendido gracias a la inteligencia y suspicacia de este personal aduanero. Con rabia e impotencia pero con suma tranquilidad, sin alterarme ni emitir una sola palabra demás, esperé el veredicto final como el sentenciado al cadalso y luego de un tiempo fui liberada de mi tortura.
Ahora yo pregunto: ¿quién es el responsable de que semejante atropello se llevara a cabo en un paso de frontera donde debe imperar antes que nada la cordura, luego el respeto, la condescendencia, el don de gentes? ¿Cómo fueron elegidos los funcionarios para desempeñar un cargo de esta envergadura, donde deben primar no sólo el conocimiento del desempeño en sus funciones sino saber escudriñar en la conducta de cada pasajero para tratar de no cometer errores garrafales y “meternos a todos en una misma bolsa”? ¿Quién fue que les dio la orden de atropellar sin, primeramente, deducir, atemperar el ánimo para conducirse, pero sobre todo respetar?
Sin lugar a dudas aquí existe una falla muy grande. Es inconcebible que se ubique un personal no capacitado en un paso de frontera que representa a nuestro país el cual está reconocido mundialmente por la afabilidad y respeto de sus habitantes. Aquí se ventila libremente un desconocimiento total del reglamento que Aduana, como todos los organismos del Estado poseen, pasando por arriba los deberes que debe aplicar el personal en funciones y que deben ser ejecutados a rajatabla sin excusa alguna. Y entre esos deberes están los dirigidos hacia los usuarios, no importa su nacionalidad ni su sexo, lo primordial es que deben ser acatados porque así lo manda la ley.
No es con sus actitudes pendencieras como si se tratara de lacayos del sistema hitleriano que van a amilanar a ciudadanos honorables que lamentablemente deben soportar la soberbia e ignorancia de quienes representan a una de las instituciones más respetables de nuestro país. No es con aplicar una purga expiatoria que revolean según la cara del cliente e infundiéndole pavor. Eso, estoy muy segura, no existe en el reglamento del organismo. Por lo mismo, es necesario que la autoridad competente sepa corregir, en la brevedad posible, esta incalificable anomalía existente en tan prestigioso lugar como es el destacamento aduanero, para que, ni a mi persona ni a ningún otro usuario del puente le suceda otra desequilibrada y bochornosa situación como la vivida en esa oportunidad.
Una uruguaya desconforme
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