Paysandú, Lunes 25 de Mayo de 2015
Opinion | 25 May En las últimas horas el gobierno de Dilma Rousseff anunció que llevará a cabo un duro ajuste fiscal en procura de enderezar las cuentas del país, y se trata de un medida monstruo, dada la magnitud del desfasaje en que había incurrido Brasil en los últimos años y que se fue poniendo gradualmente al desnudo hasta que no se pudo ocultar más tras las elecciones en las que salió reelegida la mandataria. Para fortalecer el impacto del anuncio, Rousseff ordenó un aumento del impuesto a las ganancias de los bancos, en un intento por demostrar que su gobierno está listo para seguir adelante con la austeridad, pese a una oposición política férrea.
En este marco, el gobierno bloqueará 69.900 millones de reales mayormente en gasto discrecional, cifra esperada por el mercado y en lo que es el mayor congelamiento presupuestario anual desde que Rousseff asumió su primer mandato en 2011. Pero la mayoría de los analistas cree que no alcanzará para cumplir la meta fiscal brasileña de un superávit del 1,2% del Producto Bruto Interno (PBI).
Es una reversión drástica del gasto y un intento de aumentar la recaudación en base a una medida que cae simpática en el ciudadano, esto es detraer recursos de los bancos, que siempre son los malos de la película. No obstante, la austeridad no le cae nada bien a los socios más radicales de la izquierda que, por el contrario, siguen peleando para que el gobierno abra la bolsa y destine más dinero a programas sociales pues entienden que no hacerlo es retroceder en los logros.
Debe tenerse presente que el bloqueo de gastos, ejercicio destinado a mostrar disciplina fiscal, fue de 44.000 millones de reales el año pasado y que el congelamiento afectará a programas de inversión clave, así como al gasto en educación y salud, a los que se han destinado además recursos que no han rendido lo que se esperaba en términos de mejora social.
Desde que ganó la reelección en comicios cabeza a cabeza en octubre del año pasado, Rousseff elevó los impuestos en muchas categorías, desde los cosméticos hasta los automóviles, y limitó el gasto para reequilibrar las cuentas públicas y proteger la calificación crediticia de Brasil tras años de fuertes gastos.
Ocurre que, pese a ser necesaria para que las cuentas no queden aún más en rojo, esa austeridad enfrenta una fuerte resistencia de los aliados de Rousseff en el Parlamento, que creen que un mayor endurecimiento solo empeorará una esperada recesión este año. Según los técnicos, está prácticamente instalada aunque Rousseff subió el impuesto a las ganancias para los bancos de un 15% a un 20% para recaudar 4.000 millones de reales adicionales anualmente.
A pesar de que desde el Fondo Monetario Internacional y algunas naciones –incluso de Europa-- se ha destacado la valentía política de Rousseff por llevar a cabo estas medidas impopulares, la austeridad fiscal está aumentando las tensiones políticas y comenzando a pesar en la otrora pujante economía de Brasil. Por un lado, la actividad económica se desplomó en el primer trimestre y el desempleo aumentó al máximo en cuatro años, según mostraron datos oficiales. En tanto los economistas proyectaron que la actividad se contraerá 1,2% este año, de acuerdo con el sondeo semanal Focus del Banco Central divulgado el pasado lunes.
Y, como es sabido, la recesión en cualquier país del mundo equivale a una crisis de imprevisibles consecuencias, porque significa que por determinado tiempo habrá un período amargo de ajuste de cinturón, del que de una u otra forma nadie saldrá indemne. Las empresas se ajustan a la nueva realidad mediante despidos y reducción de horas de trabajo, ante los menores ingresos por venta de bienes y servicios, lo que quiere decir que hay más desempleo y menos oportunidades laborales, los ingresos se reducen en el núcleo familiar y el Estado pierde recaudación para su funcionamiento, la inversión y los gastos sociales, a la espera de alcanzar el equilibrio fiscal.
Un escenario muy difícil e indeseable, que ya ha vivido Uruguay en el pasado cercano, como es el caso de la crisis por el quiebre de la tablita en 1982, y el más recordado de la crisis bancaria de 2002, con su consecuente costo social.
En el caso brasileño, pese a la bonanza económica de la última década, se ha ingresado en crisis porque se gastó más de lo que se podía --en esto no hay dos lecturas--. Y, como en una familia que gasta más de lo que gana, la única alternativa es endeudarse fuertemente para pagar o seguir pateando la pelota para adelante, hasta que las cosas no den más y el remedio sea aún peor.
Como el gobierno de izquierda vivió a lo nuevo rico, volcando dinero a programas sociales sin retorno, sin a la vez generar infraestructura y condiciones para la sustentabilidad, se encontró con que, a la hora de pagar la fiesta, ya no había más dinero. Así, se quedó sin vaca para ordeñar, y el resultado ha sido recesión, crisis y austeridad, porque en economía no hay milagros, y siempre alguien paga el almuerzo.
Esta regla es universal y, sin ir más lejos, al cesar el viento de cola del exterior en Uruguay también hay que pagar la fiesta, porque tenemos un déficit fiscal del gobierno de José Mujica del 3,5% del PBI, pese a los ingresos excepcionales que se lograron en el período en que las condiciones internacionales fueron muy favorables.
El ajuste hasta ahora ha pasado solo por aumentar tarifas de empresas públicas y el anuncio de austeridad en el gobierno, solo que hay mucho gasto rígido por la incorporación de miles de funcionarios, asesores y aumentos salariales en el sector estatal, entre otros, que se han expandido como si la bonanza fuera a durar para siempre. El gobierno ha demostrado una mala actitud al no escuchar el alerta que se había dado hace tiempo desde varios sectores y que estamos comenzando a padecer.
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