Paysandú, Miércoles 02 de Septiembre de 2015
Opinion | 02 Sep Aunque no se trata de una sorpresa, no es una buena noticia para nuestro país y la región que se haya confirmado recientemente, a través del Instituto Brasileño de Geografía y Estadísticas (IBGE) que Brasil haya entrado en recesión técnica, con una nueva contracción del Producto Bruto Interno (PBI).
El instituto entregó las cifras de la economía brasileña para el segundo trimestre de este año, los que han confirmado un panorama nada auspicioso en el aspecto económico para el enorme país, teniendo en cuenta que el PBI cayó un 1,9 por ciento en su segundo trimestre, lo que representa el peor resultado desde comienzos de 2009.
Desde Brasilia se afirma que las cifras son tan malas que incluso sorprendieron a los que esperaban una retracción en la economía, y es así que este retroceso, sumado al trimestre anterior, sume a Brasil en la recesión técnica, de la que recién había salido a fines de 2014.
Esta recaída tan cercana a la encrucijada anterior no es una buena señal, si se tiene en cuenta que en el primer trimestre de 2015 el país registró una caída del 0,7 por ciento en comparación con el período anterior y acumula así una baja del 2,1 por ciento en el PBI.
Las connotaciones económicas y sociales de una contracción son por cierto muy significativas, desde que por ejemplo en Uruguay, no ya en recesión, pero sí con una desaceleración del crecimiento, hemos registrado un aumento del desempleo, una caída en la actividad comercial y situaciones en cadena que son determinantes para una menor circulación de dinero y de la demanda de bienes y servicios.
Pues en el vecino país, con recesión instalada, ya el deterioro de la economía afecta a prácticamente todas las actividades, con el agregado de turbulencias políticas que se han reflejado en una caída sistemática de la popularidad de la presidenta Dilma Rousseff, al punto que ha salido nuevamente al ruedo el expresidente Lula Da Silva con el argumento de que es su deber tratar de apuntalar al gobierno de su partido y defender la gestión de su sucesora.
Pero como elemento agregado y nada despreciable para este estado de cosas tenemos a una opinión pública indignada por los casos de corrupción en el gobierno socialista, con una aguda caída en la inversión, descenso en producción de bienes y servicios y una contención del gasto estatal, en procura de atacar el serio déficit fiscal.
Estamos pues ante un cóctel de elementos negativos y muy preocupantes, sobre lo que advertíamos en esta misma página editorial en mayo de este año, en el sentido de que había llegado la hora de “pagar la fiesta” de voluntarismos tan cara para los regímenes populistas, y que tanta zozobra han traído para los pueblos que han confiado en gobiernos que pretenden distribuir riqueza al primer crecimiento circunstancial de la economía, porque bien vale vivir el momento.
Ya hace cuatro meses, el gobierno de Dilma Rousseff había anunciado que llevaría a cabo un duro ajuste fiscal en procura de enderezar las cuentas del país, dada la magnitud del desfasaje que se fue poniendo gradualmente al desnudo hasta que no se pudo ocultar más, tras las elecciones en las que salió reelegida la mandataria.
Para fortalecer el impacto del anuncio, Rousseff ordenó un aumento del impuesto a las ganancias de los bancos, en un intento de demostrar que su gobierno está listo para seguir adelante con la austeridad, pese a una oposición política férrea.
Debe tenerse presente que el bloqueo de gastos, que es un ejercicio anual destinado a mostrar disciplina fiscal, fue de 44.000 millones de reales el año pasado y que el congelamiento afecta programas de inversión clave, así como al gasto en educación y salud, a los que se han destinado además recursos que no han rendido lo que se esperaba en términos de mejora social.
Desde que ganó la reelección en comicios cabeza a cabeza en octubre del año pasado, Rousseff elevó los impuestos en muchas categorías, desde los cosméticos hasta los automóviles, y limitó el gasto para reequilibrar las cuentas públicas y proteger la calificación crediticia de Brasil.
Y pese a que desde el Fondo Monetario Internacional (FMI) se ha destacado la valentía política de Rousseff por llevar a cabo estas medidas impopulares, al igual que en otras naciones, incluidas las europeas, la austeridad fiscal está aumentando las tensiones políticas y comenzando a pesar en la otrora pujante economía de Brasil.
Y como es sabido, la recesión en cualquier país del mundo equivale a una crisis de imprevisibles consecuencias y desenlace, porque significa que por determinado tiempo habrá un período amargo de ajuste del cinturón del que en alguna u otra forma nadie saldrá indemne, porque las empresas se ajustan a la nueva realidad mediante despidos y reducción de horas de trabajo, ante los menores ingresos por venta de bienes y servicios. Ello quiere decir que hay más desempleo y menos oportunidades de trabajo, los ingresos se reducen en el núcleo familiar y el Estado pierde recaudación para su funcionamiento, para la inversión y para los gastos sociales, a la espera de que de resultado esperado el equilibrio fiscal.
En el caso brasileño, pese a la bonanza económica de la última década, se ha ingresado en crisis porque se gastó más de lo que se podía, incluyendo volcar dinero a programas sociales sin retorno, sin a la vez generar infraestructura y condiciones para la sustentabilidad. El resultado ha sido déficit fiscal, porque el gobierno ya no tiene dinero, con el resultado de recesión, crisis y la austeridad obligada, porque en economía no hay milagros, y siempre de algún lado tiene que salir el dinero y pagar las cuentas, como regla universal.
Y la regla de oro que parece que nunca se termina de aprender, porque se recae en los mismos vicios, es que estos desvaríos populistas, de distribuir lo que no se tiene, siempre los termina pagando el que menos tiene, es decir los sectores a quienes se invoca como destinatarios de las “mejoras”, con programas sociales asistencialistas que no solucionan los problemas, sino que los renuevan y repotencian, por falta de sustentabilidad, como el construir castillos sobre arenas movedizas.
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