Paysandú, Jueves 03 de Septiembre de 2015

La confrontación como método y objetivo

Opinion | 03 Sep La frase irónica “estamos mal pero acostumbrados” puede aplicarse sin entrar en mayores consideraciones al escenario que estamos viviendo los uruguayos en las últimas semanas ante la ola de paros, ocupaciones y movilizaciones en un marco de medidas de fuerza que ha tenido como eje central a los gremios de la educación, pero que también se ha extendido a otros grupos del ámbito estatal, como el de la salud, entre otros, con el común denominador de reclamos salariales y presupuestales.
Y decimos “acostumbrados” porque la población está viendo --más bien sufriendo-- una película que se repite en cada instancia presupuestal, fundamentalmente, es decir cuando el gobierno analiza la distribución de los siempre insuficientes recursos presupuestales para distribuir entre las respectivas áreas del Estado, en base a los recursos que capta de los sectores reales de la economía a través de impuestos y otras cargas fiscales.
Y como suele suceder, cada gremio o sector se pone en postura de víctima y reclama para sí la mayor porción posible de la torta a repartir --más allá de las necesidades o justicias del reclamo--. Y en la instancia presupuestal llega la hora de que quien tiene mayor poder de chantaje, de presión o de hacerse oír, de generar mayor conmoción a través de sus medidas, lleva las de ganar ante el gobierno de turno, que tiene como elemento negativo el explicable convencimiento de que hay que pagar el menor costo político posible y no quedar como un villano ante quienes claman por un ingreso que por supuesto, es “justo”.
Cuando gobernaban los partidos tradicionales era más fácil para los gremios el proclamar que la derecha reaccionaria impulsaba políticas antipopulares para no sacar recursos a los poderosos. Y fue entonces cuando la actual fuerza de gobierno y los sindicatos actuaban como socios en esta protesta generalizada contra los que ejercían el poder.
Pero ya con la izquierda en el gobierno, las cosas han ido cambiando gradualmente, porque tras los primeros reclamos algo tímidos han ido ganando en virulencia los planteos, y ya en unos pocos años desde los primeros reclamos se ha pasado directamente al destrato a los propios gobernantes de izquierda, como antes lo hacían con blancos y colorados, con los grupos radicales “fogoneando” las asambleas y promoviendo medidas de fuerza muchas veces contra todo atisbo de racionalidad.
Por supuesto, los rehenes de estas medidas de fuerza son los ciudadanos, los que utilizan los servicios del Estado, los sectores menos favorecidos de la población por regla general, y en el caso de la enseñanza, como es notorio, en el ámbito privado se han seguido dictando clases a niños y liceales sin contratiempos, por los maestros y profesores que no concurren a dictar clase en la enseñanza estatal pero sí lo hacen en los institutos privados, donde las normas que rigen su funcionamiento pasan por otros parámetros. Mientras tanto, los niños de sectores desfavorecidos no solo se quedaron sin clases, sino que en algunos casos se quedaron hasta sin comer, porque es en la escuela donde se les brinda la copa de leche o el almuerzo. Pero eso no pareció importarles a los paladines de justicia social.
Lamentablemente, a esta altura de los acontecimientos se ha llegado a un extremo de radicalización y de desborde que no solo ha puesto a la población una vez más en contra de los gremios que así actúan, sino que en la propia fuerza de gobierno se nota hastío y gestos de rechazo cada vez menos disimulados ante la ola de paros y ocupaciones protagonizada por quienes hasta ayer eran socios en la acumulación de fuerzas para llegar al poder.
Por cierto, la declaración de esencialidad dispuesta por el gobierno ha sido un intento de disciplinar a los revoltosos, aunque resultó ser un arma descargada frente al ataque de un león, porque el Ejecutivo que dispuso la medida no sabía cómo aplicarla, y no hubo sanciones --ni posibilidad de imponerlas-- para un gremio que se mostró sólido en rechazo a un decreto que ningún gobierno se animó a promulgar desde el regreso de la democracia.
Pero es pertinente traer a colación algunas opiniones de legisladores e integrantes de la fuerza de gobierno para tener una dimensión de los términos en que se plantea el escenario conflictivo, como es el caso de conceptos del senador mujiquista Ernesto Agazzi, quien preguntó: “¿Vamos a darles más salarios a los docentes porque gritan más?”, y evaluó que “el criterio de decisión no debe ser el de la presión sindical”. Palabras que bien podrían haber sido pronunciadas por un Lacalle, un Sanguinetti o un Batlle, a los cuales automáticamente se los tildaría de represores del pueblo.
Esteban Valenti, operador político del astorismo, dijo por su lado que “es ingenuo pensar que esté en discusión el aumento de salarios o el derecho a la huelga”, porque “lo que está en juego ante este nivel de conflictividad es el poder”. A la vez de subrayar que “en las direcciones de algunos sindicatos de la educación y otros, se ha instalado la idea de que son ellos los que tienen que definir en última instancia temas vitales para el país”. Consideró que “el gobierno no puede no hacer nada” porque “si triunfa la política de imponer a toda costa los proyectos sindicales el país se irá por el caño”. El punto es que los uruguayos han elegido al doctor Tabaré Vázquez como presidente de la República y representa a todos los ciudadanos, del color político que sea, en el ejercicio de la función de titular del Poder Ejecutivo. No es bueno para la institucionalidad, para la democracia, para el país, que sectores corporativos, que solo se representan a sí mismos, pretendan doblarle el brazo a ningún gobierno, y éste debe actuar con firmeza en defensa del interés general.
No es por lo tanto tiempo de sacar réditos políticos ni llevar agua para ningún molino, sino de actuar con altura de miras, con sentido republicano, porque el país está antes que los grupúsculos antidemocráticos que no desperdician ninguna oportunidad para promover la confrontación como un fin en sí mismo, con la población como víctima indefensa.


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