Paysandú, Martes 22 de Septiembre de 2015
Opinion | 17 Sep Uno de los condicionamientos de todo gobierno para el mejor desempeño de su gestión refiere sin dudas a la captación y gestión de los recursos económicos, desde que es a partir de la disponibilidad de dinero, de fuentes de financiación, que se gestan todas las políticas, que en el mejor de los casos dan cumplimiento a la propuesta electoral del gobierno de turno, o por lo menos a las prioridades establecidas en la propuesta votada por la ciudadanía.
Pero entre lo que se pretende y la realidad siempre media una distancia que dependerá de la instrumentación de las políticas y de la gestión, pero también de las circunstancias.
Por algo la idea es ser corto en la promesa y lo más largo posible en el cumplimiento, aspectos que van atados de la mano, pero que suelen dar lugar a una ecuación a la inversa en muchas gestiones gubernamentales, severamente condicionadas por el síndrome de la frazada corta, que no alcanza para cubrir al mismo tiempo la cabeza y los pies, como señala el dicho.
A la vez, hablando de circunstancias y condiciones, una cosa es abordar una tarea de gobierno en medio de una coyuntura favorable, como felizmente ha tenido el Uruguay en la última década, y otra muy distinta es cuando se está sujeto a restricciones serias en los recursos. Es decir, cuando se debe promover y encarar inversión, atender gastos de funcionamiento del Estado y compromisos fijos como salarios y prestaciones sociales, incluyendo el pago de pasividades, además de desarrollar políticas sociales que siempre cuestan mucho dinero y el retorno, en el mejor de los casos, se dará en el mediano y largo plazo, si es que se habla de cosas sustentables y no de luces de bengala.
Partimos por lo tanto de la recaudación, que siempre es problemática, pero que está menos condicionada en tiempos de bonanza, cuando hay una actividad económica que da un giro favorable a la percepción de impuestos y cargas sociales, pero que en épocas de vacas flacas atenaza y genera además un círculo vicioso que como tal, es muy difícil de romper.
Y es en estos casos cuando el contribuyente es sujeto a un mayor esfuerzo, porque a la vez que se contrae la economía, y por ende la venta de bienes y servicios, entre otras consecuencias, aumenta la demanda de recursos por el gobierno para cumplir con los compromisos. Peor aún, como suele suceder, el Estado sigue sin corregir su ineficiencia crónica y la mala gestión de recursos, porque además en los presupuestos no se condiciona la asignación de recursos a resultados, como debiera hacer y como se hace en la actividad privada, donde no se sobrevive si no se es eficiente.
Pero a la vez, otro elemento que debe tenerse en cuenta cuando se recauda es el componente de evasión, que en el Uruguay ha sido históricamente alto, respondiendo a la idiosincrasia latinoamericana, donde muchas veces quien evade no es visto como un delincuente o un infractor, sino como una expresión de viveza que rinde sus frutos.
Ahora hay una diferencia clave en ese aspecto entre nuestra cultura y la de los sajones o alemanes, por citar ejemplos claros, porque allí las omisiones son mal vistas y severamente castigadas, y sobre todo cada uno, cuando inicia un emprendimiento o una actividad, sabe que lo primero que tiene que tener en cuenta en su ecuación es el de cumplir con las normas legales y asume plenamente que evadir no paga, porque los controles van en serio.
Lamentablemente, en nuestro medio la cosa no pasa por estos carriles, sino que tiene plena vigencia la cultura de evadir hasta donde sea posible, por el factor cultural que aludíamos, pero también porque el Estado suele estar en la cómoda, y sus inspectores se centran en el comercio legalmente instalado, donde difícilmente se encuentre alguien cumpliendo con el cien por ciento de lo que se le pide.
Lo que no está mal, al fin de cuentas, porque las normas están para cumplirlas, solo que nadie puede conformarse con que se le perjudique midiendo con distinta vara, porque quien aporta regularmente debe competir con quien no cumple con el pago de sus impuestos y cargas sociales, y quien actúa dentro de la legalidad incrementa sustancialmente sus costos.
Lo que se logra es no solo recaudar menos, sino incrementar la presión tributaria sobre quien honra sus compromisos y premiar a quien los elude, ante esta actitud de pescar en la pecera, porque son siempre los mismos los que terminan pagando por ellos, lo que les corresponde, y por los que no lo hacen.
Esta situación no es nueva, e incluso en los últimos años el BPS y la DGI han logrado abatir la evasión prácticamente a la mitad, quedando afuera de los controles un “núcleo duro” que lamentablemente crece en porcentaje cuando la actividad económica se estanca, como es el caso de la actual coyuntura.
Es de recibo por lo tanto el reclamo de la Confederación Empresarial del Uruguay (CEDU), en el sentido de que las inspecciones invariablemente se dirigen a controlar solo al comercio instalado, en procura de detectar irregularidades, y se da el caso de que mientras hay inspectores controlando al comerciante, a pocos pasos funcionan expendios informales que son ignorados .
Tan es así, que en determinados períodos se pone al pequeño empresario en la encrucijada de pasar total o parcialmente a trabajar en negro, para poder subsistir, lo que no beneficia al Estado ni a nadie, si se tiene en cuenta que a la vez de dejar de percibirse recursos, los que evaden se encuentran en una situación irregular que los va a afectar en el mediano y largo plazo, al no contar con aportes para acogerse a la pasividad, seguro médico y otros servicios.
Y si no favorece al país, a sus habitantes, al Estado y a quienes así actúan, debe asirse al toro por los cuernos e instrumentar los mecanismos para que se cumpla con las normas, de abajo a arriba y viceversa, si es que queremos empezar a hacer las cosas bien.
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