Paysandú, Sábado 21 de Noviembre de 2015
Opinion | 16 Nov Lamentablemente, se temía que esto podía –iba-- a pasar en algún momento en Europa, fundamentalmente en Francia, a partir de la polémica por la publicación del semanario Charlie Hebdo: una escalada del terror islámico en occidente, que surgió brutalmente el 11 de setiembre de 2001, con el ataque a los aviones comerciales y atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono, explosiones, muertes y caos.
Hace catorce años el primer avión se estrelló contra una de las torres del World Trade Center, ubicada en el corazón del principal distrito financiero de Nueva York, como principal destino de los ataques que dejaron un saldo de casi 3.000 muertos.
Aquel fue un antes y un después para el mundo, y no para bien, porque ese terrorismo de cuanto más crueldad, mejor, de matar a quien sea, porque no hay inocentes, ni siquiera los niños, de odio e insania mental, no se compara con nada que se haya conocido en la civilización contemporánea, debiendo retroceder tal vez a los tiempos de las incursiones bárbaras para no encontrar siquiera un rasgo humano en quienes actúan de esta forma.
Por cierto, desde 2001 ya nada ha sido igual por esta nueva forma de terrorismo que, según sus protagonistas, es parte de una “guerra santa” (¿?) que en este caso tiene su rostro identificado con el estado islámico (IE, o ISIS, por sus siglas en inglés), pero con muchos satélites y cómplices en un mundo globalizado, con métodos que apuntan a sembrar el miedo y a que nadie se sienta seguro en ningún lado.
En las últimas horas el Estado Islámico asumió la autoría de los salvajes ataques de la noche del viernes, en París, donde murieron al menos 129 personas. De inmediato, Francia dijo que está en guerra contra los yihadistas y anunció que responderá con la misma intensidad que mostraron los terroristas.
Pero esto es solo una parte de lo que está en ciernes, sin duda, aunque no haya una inmediatez en las acciones, porque en el fundamentalismo islámico se seguirá en la lista de los objetivos principales por haber “insultado al Profeta y haberse jactado de combatir al Islam”. Esa fue la frase con que el grupo terrorista Estado Islámico reivindicó la autoría de los atentados ocurridos en la noche del viernes en París.
La organización yihadista afirmó que “ocho hermanos con cinturones explosivos y rifles de asalto” llevaron a cabo “un ataque bendito contra Francia”. El grupo radical dijo que los ataques fueron en respuesta a la campaña de Francia contra sus combatientes y a los insultos al profeta del Islam, y se refirió a París como “capital de abominio y perversión”.
Por supuesto, para estos fundamentalistas de base religiosa quien no comulga con sus creencias es el infiel a destruir, el enemigo que ha “ofendido” al profeta, y por lo tanto se hace muy difícil discernir cómo lidiar con este terrorismo irracional en su base y en sus acciones, con integrantes además que consideran un honor inmolarse en sus actos porque se aseguran la felicidad eterna en el más allá.
Pero aunque el terrorismo mueve enormes recursos económicos, éstos son utilizados para sembrar muerte y terror en lugar de volcarse a ayudar a sus “hermanos” de fe en el mundo musulmán, lo que denota un trasfondo muy particular de creencia religiosa donde se prioriza destruir al que profesa otra fe antes que ayudar al que enfrenta tribulaciones a su lado y hasta huye a Europea en busca de refugio.
Ahora, ante esa forma de pensar y actuar, ante esta barbarie, ¿quién puede determinar cuál podría ser la mejor respuesta del mundo occidental, que es el destino “natural” de este odio?
Bueno, pues a esta altura, a la luz de los resultados, parece que nadie la tiene, y ni siquiera la eventual utopía de borrar del mapa en una acción relámpago al Estado Islámico aseguraría que estos atentados dejaran de perpetrarse, porque la semilla del odio y la organización terrorista está extendida fuera de sus fronteras.
A la vez ya existen movimientos nacionalistas en varios países, sobre todo en Europa, que rechazan a los musulmanes. El principal argumento es que a diferencia de otras migraciones, los musulmanes no se integran al país que los recibe, sino que se agrupan en sus barrios y mantienen sus tradiciones, sus costumbres y su religión. Aprovechan, en la medida que pueden, la protección a las minorías que brinda la democracia, para organizarse, mantener sus vínculos culturales y buscar imponerlos al resto de las poblaciones. Se sabe que muchos amparan a violentistas que, en la peor interpretación del Islam, intentan extender e imponer sus enseñanzas en todos los países a cualquier precio: desintegrar la nación que han elegido para vivir, deteriorar sus instituciones, menoscabar sus principios y derechos.
Muchos de ellos –en realidad, la gran mayoría--, por contrapartida, no tienen nada que ver con estos extremistas, y pagan con estigmatización y desprecio lo que hacen sus “hermanos”.
Un verdadero encierro, un dilema para el mundo occidental, porque en este caso, Francia está dispuesta a aplicar la ley del talión, el ojo por ojo y diente por diente, solo que a diferencia de las guerras convencionales, en que la barbarie era entre países, el enemigo no está identificado plenamente, y está en todos lados y en ninguno: puede tener una guarida en la casa del vecino, en un barrio de gente pacífica, o estar en medio de la nada.
Y mientras para algunos estamos ante un choque de culturas o de civilizaciones que pueden coexistir sin problemas, para otros está en pleno proceso una Guerra Santa, de imprevisibles consecuencias, pero ninguna buena, y el gran desafío pasa por la forma más eficaz para combatir este terrorismo.
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