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Paysandú, Viernes 04 de Diciembre de 2015

Primeras horas en Falkland Islands, un lugar imposible de olvidar

Locales | 29 Nov PORT STANLEY, FAL-KLAND ISLANDS, 28 (Por Enrique Julio Sánchez). No puede decirse que con tranquilidad, pero por aquello de que adonde fueras haz como vieras, los cuatro periodistas uruguayos que compartiremos estos días en este, uno de los “fin del mundo” que tiene este planeta, dejamos la puerta de The Paddock, la casa de huéspedes donde nos hospedamos sin llave.
Es la costumbre. No hay casas con llave, no hay automóviles con llave y apenas si los comercios ponen llave a sus puertas. La tranquilidad es la gran fortaleza y al mismo tiempo la gran debilidad de las Falkland Islands. Es hermoso caminar por sus calles, apacibles y saludar a su gente, amable y sin apuro. Pero esta tranquilidad del poco o nada que hacer también provoca la inquietud del estar y no tener mucho para hacer.
Henos aquí, en las Falkland Islands, cuatro periodistas uruguayos; María Eugenia Dupin de radio El Espectador, Andrés Sena y Alfredo Mesa Dos Santos de la Red Televisión Color y este escriba. En las Falkland islands y no en las Islas Malvinas. Es, sin dudas, algo que dejar en claro desde el principio. Simplemente, los habitantes de este lugar lo llaman Falkland Islands y a su capital Port Stanley y no Puerto Argentino. No se trata de apoyar o de reivindicar. Ni una cosa ni la otra. Se trata simplemente de respetar el nombre dado por quienes aquí residen.
Mirando la vegetación, camino hacia Port Stanley desde el aeropuerto de la base militar de Mont Pleasant, a 60 kilómetros de la capital, queda claro por qué la principal producción es la ovina. El pasto corto entre suelo pedregoso es ideal para que en las “farms” como las llaman --aunque de granja nada tienen con sus extensiones de 60.000 hectáreas-- crezca medio millón de ovejas. Por estos días, precisamente, se termina la esquila, con personal llegado desde lugares tan distantes como Nueva Zelanda o Australia.
Port Stanley es una pequeña ciudad, con casas construidas con techos a dos aguas, por la temporada de nieve. Algunas casas son con dolmenit doblado que durante la Segunda Guerra Mundial sirvieron de base a un regimiento militar británico y que luego quedó en manos de la población civil, que actualmente los usa como depósitos o garajes.
Otras construcciones son prefabricadas llegadas desde Gran Bretaña, también para albergar militares, y ahora, a los falklanders o a los inmigrantes, que los hay de diferentes sitios, incluso desde Kenia y Malawe, personal que vuelca su experiencia en sus países en el levantamiento de minas, que las hay por miles, colocadas por los argentinos durante el conflicto de 1982.
Durante el primer día al menos, la sensación en andar en automóvil es extraña. Parece que ya vamos a tener un accidente transitando por la izquierda. Pero es la norma. Así es acá, lo mismo que en Gran Bretaña.
Falklanders e inmigrantes conviven en tranquilidad, aunque encontrar argentinos resulte difícil. Los hay, pero turistas. Una nueva generación de turistas argentinos, que ya no vienen con banderas nacionales como antes, y que no buscan revancha ni explicaciones de la derrota militar.
Uruguayos hay poquísimos. Karina Balbuena nació en 25 de Agosto, en Florida, tiene a su abuelo en Paysandú y vive desde hace tres años en Port Stanley. Su último trabajo en Montevideo había sido gerente del restaurante Rufinos. Se vino a las islas “por amor” al enamorarse de alguien que aquí vivía “y porque en esa etapa de mi vida yo estaba buscando cosas nuevas”.
Aquí en Port Stanley encontró a dos chilenos, Claudia y Rodrigo Vázquez, dueños del Narrows Bar, donde la delegación uruguaya fue agasajada con su primera cena, con buena carne uruguaya, como para no sentirse tan lejos de casa.
“Yo, que llevo 20 años viviendo acá, no puedo decir otra cosa que esta es mi casa. No tengo otra casa”, dice Claudia. Rodrigo disfruta de esta paz y tranquilidad. En su caso fue un cable a tierra, llegar a un lugar donde siempre hay espacio para estacionar, donde no es necesario hacer fila por ningún trámite, donde se trabaja en determinado horario. Aquí los minutos parecen tener más de 60 segundos. La vida parece disfrutarse más y correrse menos. La sonrisa es el salvoconducto en todos lados, no importa si nunca antes nos vimos.
Están los que nacieron y hace generaciones viven aquí. Están los que han llegado y los que siguen llegando de países cercanos y tan lejanos como Japón y Corea del Sur. Todos conviven en una ciudad de poco más de 2.000 habitantes que tiene dos aeropuertos, tres puertos, un banco, una televisora, una radio, un diario, un hospital, un cuartel de bomberos, supermercados, restaurantes y mucho más.
Karina vino desde Uruguay y “toda mi vida seré uruguaya. Tomo mate, acá compro yerba, voy a decir siempre ‘poyo’ y hablar como uruguaya. Soy de Nacional y muy de mi país. Pero no puedo desconocer que soy también alguien que aquí se siente muy bien y que no planea irse”.
En el Narrows Bar la charla se extendió entre Coronas, Coca Cola light y agua “de la llave, porque no tenemos en botella, pero es muy rica”.
La música country y el rock de los 60 y 70, en un ambiente dominado por la madera, y por el bullicio de unos niños que celebraban un cumpleaños y de adultos que acodados en la barra disfrutan de la noche de sábado. Hasta las 12.30. Una gran campana de “fin del mundo”.


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