Paysandú, Jueves 10 de Diciembre de 2015
Locales | 05 Dic ISLA WEDDELL, 4. (Por Enrique Julio Sánchez). ¿Qué es lo que hace a un lugar paradisíaco? Paz y tranquilidad posiblemente. Un cielo absolutamente limpio, seguramente. Fauna, flora y un paisaje impactante. Si todo eso hace pensar en el bíblico paraíso, la quimera del lugar donde quisiéramos vivir es isla Weddell.
Pero hay algo más: la gente del lugar. Aquí, en isla Weddell, en el Atlántico sur, al este de la Falkland East no viven muchas personas. Tan así que cuando el avión de la compañía Figas levantó vuelo dejando a los cuatro periodistas uruguayos en tierra, se había triplicado la población. Pero esas dos personas que durante la temporada de verano y de otoño residen de manera permanente contribuyen y mucho a que se pueda catalogar a esta isla con suelo de turba, ese carbón vegetal antiguamente utilizado como combustible hogareño, como uno de los paraísos que aún tiene este planeta. Jane y Martin Beaton (weddell@horizon.co.fk), dos ingleses que llegaron a las Falkland empleados por la Royal Air Force (RAF) a comienzos de los años noventa, él como profesor de educación física (“en realidad nunca trabajé, solamente me dediqué a hacer deportes”, dice con un humor británico que es una de sus características) y ella como administrativa, son los únicos habitantes permanentes.
Martin administra la isla desde 2007 y Jane lo acompaña desde 2009. El matrimonio recibe a cientos de turistas cada año y hace realidad el sueño de unos días en el paraíso. La isla, de 98 millas cuadradas --un poco más grande que la isla de Malta, aunque esta tiene una población de 400.000-- es la tercera más grande de las Falkland, después de la West y la East, y la más grande de las privadas. Hasta octubre de este año pertenecía a la firma de abogados Strachan Visick Ltd, de Londres. Ahora fue comprada por la empresa Byron Marine, de las Falkland.
Debe su nombre al famoso explorador capitán James Weddell y frente al hogar de los Beaton --el Weddell Inn, porque aquí todo tiene nombre-- se levanta la montaña Weddell. Cuando se ingresa al living de los Beaton, después de dejar zapatos y abrigos en la entrada, destaca un libro, “Una narración de los sufrimientos y aventuras de Charles Barnard en su reciente viaje alrededor del mundo”. Barnard y cuartro marineros fueron en 1813 los primeros pobladores, aunque temporales. El original está en la Biblioteca Pública de Nueva York y una copia aquí, obsequiada “con amor” en 2010, de Jane a Martin.
Recorrer la isla es descubrir. El paisaje, la fauna, la flora y hasta --un poco-- a uno mismo. En Mark Point, bañada por las limpias aguas del Atlántico, pueden verse dos colonias de pingüinos Gentoo, que terminan el período de incubación. Varios polluelos --una increíble oportunidad de la vida-- rompen la cáscara justo delante del escriba. Entre ellos --y solo uno-- un Leucistic Gentoo, que se caracteriza por un color blanquecino en lugar del blanco y azul de los Gentoo. Los Beaton lo llaman Luke/Lucy, porque no están seguros si es él o si es ella.
También pueden verse algunos pingüinos Magallanes y gallinas del mar, que se comen los huevos de los pingüinos. Varias aves y diferentes plantas, aunque en este lugar, precisamente, la vegetación no puede catalogarse de exuberante. A la distancia, incluso pueden distinguirse algunos árboles, traídos allá lejos y hace tiempo por aquellos primeros gauchos orientales. “En Weddell, un árbol es un árbol, dos árboles es una selva”, bromea Martin.
Unas 700 ovejas --acaba de finalizar la esquila--, 33 vacas, zorros gris de la Patagonia, nueve renos, ballenas, focas, lobos y leopardos marinos. Solo pudieron apreciarse pingüinos, ovejas y un amistoso reno de unos 35 años; las demás especies faltaron a la cita. O no tenían prevista función.
Entre las flores destacan la Pale Maidens, la flor nacional, y Gorse, una flor amarillo fuerte que está en todas las islas, pero que aquí puede verse tan lejos como la vista lo permita.
La temperatura es agradable, pero fría. Como en el resto de las islas, varía con rapidez y por la noche --para los uruguayos-- obliga a abrigos, bufandas y gorros en estos días finales de primavera. De madrugada, el sol comienza a elevarse sobre el horizonte y alrededor de las 21 comienza a ocultarse detrás de la montaña Weddell.
Este es uno de esos sitios donde podría arrojarse lejos el reloj, olvidarse del concepto de medición del tiempo. Si no fuera porque, aunque lejos de todo, aún estamos dentro de este planeta que más allá del horizonte corre, grita, lucha, despotrica y piensa que todo eso es vivir. Pues, en realidad lo es, una forma extraña de pasar por la vida, aun cuando nos parezca única y habitual.
Respirar este aire puro, dejar que el único sonido sea la música --Frank Sinatra cantando “Dream” como en el momento en que el escriba produce este artículo, por ejemplo--, sentir la paz exterior e interior y pensar que a un kilómetro y medio, más o menos, Jane y Martin están preparando el desayuno, seguramente en un clima tan divertido como el que vimos ayer, eso también es vivir, pero “a lo humano”.
“¿Nunca se siente contrariado?”, preguntó el escriba a Martin. El inglés alto y delgado miró con extrañeza, pensó un poco y dijo: “Pues claro que sí, pero solamente hay que mirar por la ventana” y ver ese trozo del paraíso terrestre, en esta lejana isla del Atlántico sur, para que todos los problemas y contrariedades desaparezcan.
Este es un lugar en el mundo. Uno de esos lugares donde realmente vale la pena vivir. Al menos en verano y otoño. Weddell, una isla donde la satisfacción está en las cosas simples, lejos del teléfono sonando constantemente, de la televisión y de otras cosas que el “progreso” ha puesto como indispensables.
Solo alcanza con dejar vagar la vista, con respirar hondo, con mirar al cielo increíblemente celeste. Sí, este es un buen lugar en el mundo. Lo es.
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