Paysandú, Sábado 09 de Enero de 2016
Opinion | 03 Ene El viejo dicho popular “cada maestrito con su librito” encaja perfectamente con las políticas de gobierno de los países subdesarrollados, como la mayoría de nuestra región, en tanto en los países en serio, priman las políticas de Estado en áreas estratégicas, como forma de mantener un rumbo, generar infraestructura y contar con reglas de juego claras y sostenidas.
En buena medida este proceder tiene una base ideológica que apunta a inmediatismos, a tomar medidas populistas que resistan hasta la siguiente elección y que aseguren retener el poder hasta que las cosas no den más, con nefastos legados para los gobiernos siguientes, en la gran mayoría de los casos, y por consiguiente, dejando los costos políticos para los que vengan.
El escenario para el recientemente asumido gobierno de Mauricio Macri es un ejemplo claro de estos entuertos, donde la administración de Cristina Fernández le dejó el Banco Central sin reservas, un dólar insostenible y encadenado al cepo cambiario, las exportaciones deprimidas y una producción en descenso por combinación de detracciones por un lado y subsidios diferenciados por otro, así como una inflación galopante combinada con recesión.
Macri optó por pagar el costo político inicial sincerando la economía en la medida de lo posible, apostando a la recuperación futura a medida que avanza la gestión, a pesar de la oposición de las corporaciones de los directamente afectados. Pero también está el juego de los dirigentes del gobierno saliente, el que generó los problemas pero que ahora acusa a los recién llegados al poder de todo lo malo que está pasando por el reacomodamiento imprescindible de la economía, de abrirse al mundo, de modernizarla y hacer que las cosas valgan lo que tengan que valer, para recomponer la estructura dormida.
Para empezar, Macri levantó el cepo cambiario permitiendo que el dólar tomara su valor real; consiguió créditos para respaldar la demanda en caso de que ésta se disparara inicialmente --lo que no ocurrió--; y a la vez ha optado por inyectar dinámica en la economía desmantelando gradualmente los subsidios, mientras estimula la producción en lugares clave.
En este contexto, recientemente el gabinete económico del gobierno de Macri anunció la reducción de impuestos a automóviles y motos “para favorecer la producción”.
El Ministerio de Producción bajó la tasa de impuestos internos a los automóviles al 10 por ciento, para los vehículos que superen el valor de 350.000 pesos (26.315 dólares) “con el objetivo de aumentar la producción y facilitar las inversiones en el sector”. En el caso de los autos de más de 800.000 pesos (unos 60.150 dólares), la alícuota será de 20 por ciento, según detalla un comunicado de la cartera de Producción.
“Estamos eliminando trabas y distorsiones que limitaron la inversión con el foco en la generación de más y mejores empleos”, afirmó Francisco Cabrera, ministro de Producción.
La rebaja de estos impuestos se suma a las reducciones impulsadas por Macri en las retenciones sobre las exportaciones de carne, granos y cereales y las ventas al exterior de la producción industrial, en lo que constituye una apuesta fuerte, con la idea de hacer las veces de motor de arranque ante el estancamiento de la economía en que se encontraba.
Es que a los presidentes recién electos se les suele recomendar que traten de hacer la mayor parte de sus reformas en los primeros 100 días, porque es el período de consenso social conocido como “luna de miel”. Pero a Macri ese período parece habérsele acortado sustancialmente, al punto que ante la magnitud del desafío, el gradualismo aconsejable se está encarando a un ritmo acelerado, probablemente porque se quedó corto en evaluar el real estado de la economía kirchenerista, o quizás porque considera que hay condiciones para que el trago amargo se supere lo antes posible, sin dejar de lado la lectura del escenario político-sindical.
Macri es consciente de que el gran desafío que tiene por delante es el de consolidar la gobernabilidad, un aspecto que ha sido el talón de Aquiles para todos los presidentes no peronistas, pero la escasa representación parlamentaria de la coalición que lo llevó al poder no alcanza para ganar ese sustento político.
Por eso apuesta a la gestión, en lugar del amiguismo; a convencer, en lugar de imponer; a la eficiencia, en lugar de subsidios. Es decir dar lugar a todas las malas palabras que caracterizaron el gobierno de su antecesora Cristina Fernández y que han llevado a un país de enorme potencial como la Argentina a la ruina, cuando debería estar despegado en el crecimiento gracias a sus enormes recursos naturales.
Así, desde la conformación del gabinete con estilo gerencial hasta la adopción de una estrategia de anuncios impactantes con frecuencia diaria, todo apunta a generar en la opinión pública la idea de un gobierno ocupado, hiperactivo y que persigue los valores de eficiencia propios del ámbito privado, sin olvidar gestos políticos como acuerdos con las provincias, la asistencia financiera a aquellas regiones donde hay dificultades para pagar sueldos, aguinaldos y planes sociales, como es también una forma de “blindar” el arranque del gobierno contra los temidos disturbios y saqueos.
El gesto de eliminar las retenciones a los productores agrícolas significó, además, una señal de confianza de Macri: resignará un ingreso fiscal de casi $37.000 millones, a cambio de una promesa de incremento en la inversión, en el pago de impuestos y también de aporte de divisas, lo que constituye una apuesta a un efecto virtuoso a través del estímulo a la producción de riqueza, compensado además por el desarme de la burocracia de los controles comerciales pergeñada por el nefasto Guillermo Moreno.
Por supuesto el camino está erizado de dificultades y no hay garantías de éxito, y de tenerlo, de que éste le será reconocido. Pero sí encamina a la Argentina al rumbo que siempre debió tener, apartado de las fantasías y los arribistas y populistas de siempre, que dejan las ruinas pero generalmente logran un gran enriquecimiento personal, paradojalmente.
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