Paysandú, Viernes 29 de Enero de 2016
Opinion | 24 Ene Era solo una cuestión de tiempo. En las últimas horas se supo que el gobierno le comunicará en las próximas semanas al Alto Comisionado para los Refugiados de Naciones Unidas (Acnur) que cancelará su plan para el reasentamiento de refugiados sirios en Uruguay.
El entonces presidente José Mujica manifestó su voluntad de recibir hasta 120 refugiados sirios en un país de raíces laicas, liberales y desacostumbrado a contextualizar la realidad internacional, en función de su propia idiosincrasia.
Y así cayó este tema que, de un día para otro, promovió la discusión mediática entre líderes políticos y los cuestionamientos en una comunidad que se dividía entre quienes tenían el pecho hinchado de orgullo ante las comparaciones con un pasado inmigrante y de hospitalidad con exiliados políticos, contra aquellos escépticos que reclamaban un mejor trato para sus connacionales en dificultades, antes que el acogimiento a refugiados pertenecientes a otras culturas. Fue --nuevamente-- un asunto que dividió entre “buenos” y “malos” a quienes de un lado y otro, confundieron aspectos políticos, con una realidad que atraviesa por otros costados.
Ahora el gobierno considera que la adaptación de estas familias no fue buena: provocó desinteligencias internas, selecciones erróneas y reacciones inesperadas de los propios refugiados, que una vez enterados de la apertura existente en Europa (caso concreto de Alemania) reclamaron volver a su país con una protesta en plaza Independencia de Montevideo y establecer otros contactos. Incluso un sirio residente en Juan Lacaze exigió mayores y mejores tierras, bajo la amenaza de transformarse en un pira humana.
En el medio surgieron otras situaciones de violencia doméstica que resultan normales en aquella cultura, pero que en Uruguay configura un delito expresamente detallado en la legislación vigente.
En poco más de un año se confirmaron las falencias de un programa y la porfía de un expresidente que quiso trasladar aquel pasado histórico de inmigrantes que arribaban al país en otras épocas, a esta diversidad y vorágine que presenta una guerra agobiada por el fundamentalismo que ha horadado las culturas y corazones de su gente.
No era necesario llegar a esto para demostrar que somos un país que no contaba con recursos adaptados a los refugiados --intérpretes, asistentes sociales o una mezquita para individuos profundamente apegados a su religión-- cuando en realidad no se supo escuchar a quienes exhortaban a transitar despacio por un sendero desconocido y de consecuencias inciertas.
Ahora que esa realidad rompió los ojos, pocos reconocen el error y la pérdida de tiempo.
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