Paysandú, Jueves 17 de Marzo de 2016
Opinion | 10 Mar Estupor. Una palabra que perfectamente refleja lo que sintió al menos buena parte de la sociedad sanducera tras conocerse el asesinato de David Fremd, un vecino --antes que un comerciante-- conocido y apreciado por muchos. Las circunstancias del ataque de esa suerte de “lobo solitario” que el asesino se autoasignó, recuerdan la Intifada de los Cuchillos.
El crimen pone en el tapete algo que los uruguayos no siempre queremos reconocer, esto es la discriminación que envuelve a parte de la sociedad. No hay ni habrá justificación a asesinato alguno, pero matar por judeofobia (o por cualquier racismo) resulta inaudito.
Pero en el país, un 11% es antisemita, de acuerdo a una encuesta del grupo Radar, cuyo propietario es también judío. Y como lo demuestran además estudios de la B'nai B'rith que establecen que uno de cada cinco uruguayos siente rechazo a los judíos. En ciudades del interior del país con más de 20.000 habitantes, el rechazo se establece en el 20%.
Hay mucho paño para cortar tras el crimen cometido por este maestro con antecedentes penales y con episodios conflictivos previos. Usó un cuchillo, aprendiendo bien la lección del Islam. El arma de los pobres, según dicen los islamistas. Pero en realidad, el arma de la barbarie y el odio, la que le quitó la vida a un inocente que desarrollaba sus actividades cotidianas y a quien se lo atacó arteramente y por sorpresa.
Las redes sociales hoy exponen --aunque sea parcialmente-- lo que pensamos de nosotros mismos y lo que soñamos ser o hacer. El perfil del criminal no dejaba lugar a dudas en cuanto a que estaba obsesionado con los judíos.
Tristemente, ninguno de estos elementos fueron valorados de manera suficiente antes que ocurriera la tragedia del martes por la tarde, que no solamente enluta a una apreciada familia sanducera, sino que también ha dejado muy en claro que un solo desquiciado puede asumir el rol de kamikaze y provocar un terrible daño, irreversible. Sin que nadie se lo pida, dejándose atrapar por la debilidad de su mente.
Desquiciado no porque no sea responsable del acto cometido. Lo es y plenamente. Lo es y debe ser castigado con tanta severidad como lo permita el Código Penal. Desquiciado porque con la excusa de una supuesta ideología religiosa se convirtió en asesino. Sin justificación alguna. No hay ninguna forma de explicar desde el razonamiento este ataque, este crimen que tronchó la vida de un hombre digno, un sanducero comprometido con su sociedad. Y que era judío, que no lo ocultaba ni tenía por qué hacerlo, porque en nuestra sociedad no hay ni debe haber grietas por pertenecer a tal o cual colectividad.
Mientras en cualquier lugar de esta ciudad celebramos nuestras alegrías cotidianas y secamos las lágrimas de las tristezas igualmente cotidianas, una familia mira a un cielo del que no vendrá la respuesta.
Ninguna creencia que empuje a la violencia, que establezca que los unos son mejores que los otros, y que los otros por esa razón no merecen vivir, debe ser perseguida. No ya rechazada, sino directamente perseguida. En este Paysandú donde “nunca pasa nada”, las evidentes señales que este maestro envió durante bastante tiempo no fueron consideradas. Como en muchos casos de feminicidio, nadie repara en la realidad hasta que ocurre lo irreparable. Esa es la gran cuestión en un crimen que no tenía otro objetivo que “matar a un judío”. Al primero que se cruzara en el camino. Fue David Fremd, pero pudo ser cualquier otro. No importaba la identidad.
Hoy nos miramos entre nosotros en busca de una respuesta que no es fácil, tratando de comprender la esencia de un crimen tan irracional como horrendo. No es sencilla la contestación que podamos encontrar, si acaso alguna.
Nuestra ciudad no sabía que contenía un desquiciado como Carlos Omar Peralta López, que incubó quien sabe por cuánto tiempo su odio visceral contra toda una colectividad. Ojalá que no haya nadie más como él. Pero desde ahora las cosas no serán iguales, ya no va a ser tan fácil confiar en el que está al lado. Por más que este fuese --y suponemos que así es-- un caso aislado, sólo un asesino suelto. Y Paysandú no se merece algo así.
Es cierto que debe respetarse y defenderse la libertad, entre ellas la de expresión, pero hay un momento en que las señales que se reciben deben servir para ahogar los criterios extremistas, tan pronto como sea posible. Hay que hacerlo antes que estas personas cometan actos criminales, atentados arteros contra vecinos de nuestra ciudad. Cobardes ataques, escudados en la sorpresa y en que no hay razón alguna para que nos ataquen.
Hacía mucho tiempo que la sociedad sanducera no aparecía tan conmocionada por un asesinato ocurrido en su ciudad. Y la explicación pasa por las razones del crimen. No fue el resultado de una lucha entre dos personas, ni el resultado de una discrepancia de larga data. No hay otra explicación que morir por portación de ascendencia.
En este Paysandú ya no queda lugar para aquello de “cuando vinieron a por los judíos, no pronuncié palabra, porque yo no era judío”, como expresa el poema de Martin Niemöller, frecuentemente atribuido a Bertolt Brecht. Porque, en realidad pasará que “cuando finalmente vinieron a por mí, no había nadie más que pudiera protestar”.
Hoy todos somos David. Se podría decir que todos somos judíos, porque compartimos el rechazo categórico y la condena explícita al asesinato. Pero especialmente somos David. Porque antes que judío, fue un hombre, un vecino, un amigo para muchos, un conocido para otros tantos más. Y es una víctima inocente de un odio irracional. Hoy, todos somos David. Porque nos unimos en el mismo dolor.
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