Paysandú, Viernes 15 de Abril de 2016
Locales | 10 Abr En Memoria de
Lucas y Mustafá
Hace unos días recordaba pasajes de mi infancia en una ciudad del interior de nuestro país donde mi padre tenía un club de campo y por su rama de actividades, teníamos contacto con todo tipo de turistas: argentinos, brasileños, paraguayos, chilenos y personas mayoritariamente de todo el litoral uruguayo.
El intercambio y comunicación con los hospedantes ocasionales y viajeros era fluido y permanente. Recuerdo la visita particular de alemanes, paraguayos, cordobeses, entrerrianos, santafesinos, salteños, sanduceros, riverenses, etcétera, etcétera.
Recuerdo anécdotas y momentos valiosos con la mayoría de ellos y todos --sin proponérselo-- me dejaron una perla, una moneda valiosa para mi cofre de tesoros de vida, porque desde temprana edad me quedó claro que somos ciudadanos del mundo y en cada rincón podemos tener un eventual hogar si las circunstancias lo ameritan y las vueltas del destino lo requieren.
Más adelante en el tiempo, durante mis estudios de Bachillerato y universitarios, nuevamente compartí espacios geográficos y temporales con armenios, judíos, turcos, alemanes, polacos, cristianos...tirios y troyanos; y recuerdo esa época como una de las más valiosas de mi vida.
Mi profesor de matemáticas Wladimir Dimitrov, sentía honda nostalgia por su ciudad natal “Mostar... ¡Esa es mi Mostar!” Mientras corrían las lágrimas por su rostro.
Un día pregunté al “Scheideler” de mi compañera de estudio --de origen polaco-- ¿Cómo había logrado tener su propia relojería de relojes antiguos?... si al llegar al puerto colmo inmigrante adolescente estuvo casi un año “barriendo sal”. A lo que me respondió con total convencimiento ¡Fayil! ¡Schamuel non gashta!
Mi amiga Ana solía relatarme las vicisitudes que padeció durante el éxodo familiar a través de la selva paraguaya; pero no fue la única porque también escuchaba los relatos de mis abuelos franceses.
Me crié viendo como el judío de la esquina con quien mis mayores tuvieron un trato siempre fraternal se sentía como “en casa”; no era Israel pero era una “Nueva Jerusalem”. Lo mismo ocurría con los numerosos libaneses (mal denominados “Turcos”) que poblaban la ciudad y eran los comerciantes de farmacias, tiendas, imprentas, comercios de ramos generales, etcétera.
Pero el campo era terreno de los vascos españoles y franceses “chuberos” porque existía una sana competencia, un sano reproche acerca de la independencia “euskal etxia”.
En el pueblo no podía faltar “un negro”: Lucas, que jamás tuvo claro como fue a dar allí, porque no recuerdo otro. Pero sí tengo presente que era una de las personas más ilustradas que conocí. Lucas hacía jardines y quintas y en su rato de descanso leía libros clásicos (Montesquié, Rousseau, La Biblia, El Corán, La Divina Comedia...), porque en su empresa unipersonal él trabajaba a horario cortado. Los primeros cuentos de los Hermanos Grimm me los leyó Lucas. Tenía una sonrisa inmensa, bien blanca, que destacaba sobre su piel azabache. Era extremadamente educado. Su lenguaje y costumbres mansas hablaban de un ser humano único.
El mismo lugar de privilegio en mi memoria le tengo asignado a “El turco Mustafá”, diariero del pueblo que cuando salía los fines de semana con su señora, “la llevaba del brazo como si fuera una resma de diarios”... Es que trabajando al sol y a sombra durante más de treinta años como “canilla”, su cuerpo había adoptado para siempre la forma de un tronco torcido.
Están intactos en mí, los rezos de los musulmanes del pueblo al amanecer, los gitanos en sus carros, los judíos en su labor sin tregua, los vascos con su tozudez de siempre, la artesanía de los italianos... y en ese crisol de razas inmigrantes aprendí lo mejor de mi vida: debía vivir como pensaba si no quería terminar pensando como vivía.
Y lo que pienso hasta hoy es que todo ser humano tiene un alma, su sangre es roja y su leche es blanca. Y a pesar de que hablamos muchos idiomas, la vida entiende todas las lenguas, sin importar el dialecto. Todo ser tiene la posibilidad de sonreír o llorar, la decisión de ser feliz o desgraciado, la de pasar por esta vida sin pena ni gloria o la de crear un sendero mágico digno de ser recorrido.
En cada uno de nosotros existe una Divina Comedia donde podemos elegir descender al mismo Infierno o trascender a los mismísimos Cielos. Basta que acordemos ser nosotros mismos en todo momento y lugar y no una mala copia de lo que nos dicen que debemos ser.
En todos y cada uno de mis maestros de vida, de infancia, adolescencia y etapa adulta, recuerdo seres únicos por su integridad, dignidad y valores humanos. Seres que quizá no estén en ninguna página de libro o titulares; pero que valió la pena conocerles y fue un verdadero honor para mí. Eran ciudadanos del Mundo, su educación y valores aún tienen un significado y permanencia que intento cada día estar a la altura de lo que me trasmitieron, no por ser buena sino por ser agradecida.
En ese pueblo de infancia conocía la verdadera universidad, allí aprendí acerca del respeto profundo por la diversidad, y tuve una infancia inmensamente rica.
El día que reconozcamos en el rostro del otro no el enemigo que llevamos dentro sino a otro ser humano, entonces no habremos vivido en vano.
C.I.2.974.860-5
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