Paysandú, Miércoles 20 de Abril de 2016
Opinion | 20 Abr El clima en el mundo hace mucho que está cambiando. En el Uruguay del nunca pasa nada también. El cambio climático está haciendo a la atmósfera bastante más sensible, lo que provoca tormentas más fuertes y precipitaciones más abundantes. Asimismo, la presencia del fenómeno de El Niño, alimenta el caldo de cultivo ideal para los desastres climáticos que se viven en la región.
El tornado que destruyó Dolores, que causó cinco muertos y más de 200 personas heridas, nos mostró una realidad que no parecía realidad, cual es la fuerza destructiva de la naturaleza que golpea sin aviso. Este mes de abril, tan lluvioso como el de 1959, ha traído severos daños en la vialidad nacional, departamental y rural; vientos fuertes que destrozaron cultivos; el tornado ya mencionado; decenas de alertas naranja y un alerta roja, hasta el momento, por el Instituto Uruguayo de Meteorología (Inumet).
Pero todo eso solamente demuestra que Uruguay no está realmente preparado para enfrentar catástrofes naturales. Hay varios aspectos a considerar. La tecnología del servicio meteorológico nacional, la capacitación de su personal, la estructura de las ciudades que puedan ser usadas en catástrofes y la propia educación de la población.
En el primero, es evidente las carencias que tiene el Inumet, cuya tecnología no ha sido actualizada y --de acuerdo con el presupuesto que presentó para el período 2016-2020, de casi 125 millones de pesos para inversiones-- no se planea hacerlo en los años venideros; no con la incorporación de tecnología de punta, al menos.
Los radares Doppler, que se encargan de observar las corrientes de aire en la superficie de la tierra como en la altura, se utilizan para detectar tornados así como aumentar la certeza en la predicción de lluvia y granizo. Un Doppler cubre aproximadamente unos 200 kilómetros a la redonda y advierte sobre qué territorios están amenazados, aunque no ofrece una ubicación exacta de dónde podría formarse un tornado.
El más cercano se encuentra en Ezeiza, por lo que su radio de acción no llega, por ejemplo, a cubrir Paysandú. Su costo es de unos dos millones de dólares, una inversión imposible, pues el Inumet quiere destinar cuatro millones de dólares en el quinquenio, para el conjunto de inversiones.
Por otra parte, desde diversos sectores especializados se insiste en la necesidad de promover la especialización del personal de Inumet, de acuerdo con las exigencias actuales, en un clima cambiante y traicionero.
No hay tampoco estructuras, como una red de sirenas --debido al escaso tiempo de alerta que se puede llegar a lograr, aún con radares Doppler-- en las ciudades, ni instalaciones subterráneas. En el Uruguay del nunca pasa(ba) nada eso no se consideró. Pero hoy debería tomarse en cuenta, pues es la manera en que el mundo se previenen las catástrofes naturales.
Un elemento clave para reducir el impacto de las condiciones climáticas extremas radica en la preparación de la comunidad para responder a los peligros naturales. La población debería estar familiarizada con los peligros, los canales de difusión y el significado de las alertas y las acciones a emprender para reducir las pérdidas y los daños, lo que debería lograrse bastante antes de que se desarrollaran las condiciones de peligro. El potencial de las personas para responder de manera adecuada aumenta notablemente si se les informa sobre su riesgo personal y sobre qué acciones deben emprender para salvar la vida o los bienes en el caso de una emergencia meteorológica.
Esto es de especial importancia ante fenómenos de muy difícil predicción como los tornados, que --contrariamente a la creencia popular-- son muy frecuentes en Uruguay, aunque no suelen afectar poblaciones porque nuestro país es “puro campo”. Más allá que no existe actualmente la tecnología en el país, si la hubiera, la alerta solamente podría darse minutos antes, aunque sí podría determinarse un cierto riesgo de ocurrencia de estos fenómenos en una determinada área, con mayor antelación.
Por tanto, que la población sepa cómo actuar ante un fenómeno natural que ponga en peligro vidas y bienes resulta fundamental. Tanto, que debería integrar los planes de estudios de al menos Secundaria. Puede ocurrir que no haya una alerta previa, pero si se sabe qué hacer y qué no hacer, aun cuando ocurra con la sorpresa que sucedió el tornado en Dolores, se podrá encontrar refugio apropiado porque hay una educación en catástrofes. Ahora bien, ante la ausencia de la adecuada tecnología cuando ocurre un hecho de alto impacto --como el reciente tornado-- y cuando además no se ha sido capaz de advertir la lluvia torrencial que provocó la salida de cauce de los arroyos Sacra y La Curtiembre, la tendencia es a caer en advertir “por si acaso”. Y surgen las alertas roja, que a todas luces no solamente deberían ser algo extraordinario, sino emitidas con razonable certeza.
Es que “el mensaje de alerta por sí mismo no estimula la respuesta inmediata de las personas”, tal cual advierte la Organización Meteorológica Mundial en el informe “Directrices sobre sistemas de alerta temprana y aplicación de predicción inmediata y operaciones de aviso”. Porque cada persona evalúa con su propio sentido personal del riesgo y --además-- tomará en cuenta el porcentaje de acierto de la fuente reconocida que da la alerta.
Por tanto, un uso muy frecuente del sistema de alerta meteorológico lleva a que la población deje de poner máxima atención en las posibles consecuencias. Especialmente cuando las advertencias no se concretan, como ocurrió --una vez más-- en la madrugada de ayer.
La alerta roja, además, genera en el país una inmovilidad difícil de explicar. Porque no se trata de un estado de emergencia, sino de una alerta de una probable condición de emergencia. La alerta roja establecida en la medianoche de ayer martes, desencadenó que se detuviera la actividad estatal --excepto los servicios esenciales--, el sistema educativo y consecuentemente se redujera sensiblemente la actividad comercial y empresarial. En más de medio país --los trece departamentos en rojo--, el consejo era permanecer en casa pues se pronosticaban intensas lluvias y fuertes vientos. ¿Para evitar qué? ¿Un tornado? Pues no: lluvias intensas y posiblemente --si efectivamente ocurría-- vientos fuertes en el momento mismo de la tormenta. Todo lo cual no pone en riesgo la vida de un oficinista, un estudiante o ninguna otra persona que con algo de sentido común, evite la intemperie en el momento en que se desata el meteoro.
Hubo una sobrevaloración del peligro meteorológico --lo que no puede permitirse un organismo como el Inumet-- y un uso inadecuado del estado de emergencia. El principal elemento negativo que genera es la percepción futura de las alertas roja por parte de la población, pues no se registraron las situaciones previstas. Por suerte, para la población y las estructuras públicas y privadas de la ciudad. Felizmente, nada grave sucedió, solo una lluvia mansa de algo más de 50 mm en 12 horas; nada siquiera extraordiario.
Pero se detuvo la actividad en trece departamentos. Ni siquiera las personas que tenían consulta médica pudieron acceder a la atención sanitaria. Ni los que debían retirar medicamentos, hacerlo. Y tantos otros trámites que iban a cumplirse en la víspera, en buena parte del país no se pudieron efectuar.
No fue una alerta roja ante algo extremadamente difícil de predecir como un tornado, sino ante intensas lluvias y fuertes vientos, que sí pueden predecirse con certeza razonable. El detener la actividad pública, educativa y sanitaria, y crear alarma pública en la mayor parte del territorio por la posibilidad de la ocurrencia de esos fenómenos no fue la mejor medida. Las advertencias deben servir precisamente para que la población conozca de la probabilidad y tome los recaudos necesarios, no para encerrarla en la casa, por si acaso.
Cuando ocurra un estado de emergencia entonces sí, corresponderá interrumpir varias actividades para atender la emergencia. Pero no antes, “por las dudas”. Porque además, se pone en juego la credibilidad de las advertencias. Esto ya lo vivimos infinidad de veces, como cuando en agosto de 2005 un ciclón extratropical que no había sido anunciado afectó duramente la costa atlántica, y luego durante mucho tiempo cualquier nube era suficiente para que la por entonces Dirección Nacional de Meteorología emitiese una alerta roja.
Ningún extremo es bueno. Pero la credibilidad del sistema está en juego, justo en momentos de mucha incertidumbre por el cambio climático.
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