Paysandú, Lunes 25 de Abril de 2016
Opinion | 19 Abr A medida que avanzaba la votación en la noche del domingo en la Cámara de Diputados de Brasil, transmitida en directo por los canales brasileños --que se ven por cable en nuestro país--, era notorio que iban a sobrar votos incluso, como efectivamente aconteció, para separar del cargo y promover en el Senado la instancia del juicio político contra la presidenta Dilma Rousseff.
La mandataria ha quedado atrapada en denuncias de corrupción de su partido pero también encerrada en el costo de haber faltado a la disposición constitucional respecto a mantener disciplina fiscal, agravada por el hecho de haber mentido a la ciudadanía al respecto.
Ahora será la cámara alta la que tendrá 10 días para aprobar o rechazar el trámite por mayoría simple de los 81 senadores. En caso afirmativo, Rousseff será sometida a un juicio político que implica su separación transitoria del cargo por 180 días como máximo, y su lugar será ocupado por el vicepresidente Michel Temer.
En ese lapso el Senado deberá decidir por dos tercios de votos si Rousseff debe apartarse definitivamente del cargo de presidenta. La actual mandataria está acusada de incurrir en maniobras contables ilegales para maquillar los resultados del gobierno en 2014 y 2015, modificar presupuestos mediante decretos y acumular deudas y contratar créditos con la banca pública.
Que un presidente no llegue al término de su mandato constitucional --en este caso falta una segunda instancia parlamentaria que todavía tiene resultado incierto-- no puede alegrar a nadie.
En Brasil, mal que pese a los que anteponen la ideología y simpatías políticas por encima de todo, se ha vivido una fuerte corrupción el amparo del poder, por acción y por omisión, según el caso, y nadie con dos dedos de frente puede sustraerse al razonamiento de que tanto Dilma como su antecesor Lula Da Silva tenían conocimiento o participación en estos actos, que han sido el caldo de cultivo del descontento popular con el gobierno. Ello conjugado con una crisis económica que golpea duro porque ha cambiado el humor social que ha permeado hacia los parlamentarios, que han planteado un cambio de rumbo que no ha encontrado eco en el Poder Ejecutivo.
En esta instancia, desde la oposición se ha reafirmado que “todos los indicios son más que suficientes” para aceptar la acusación, que presenta “hechos graves que atentan contra la Constitución, las finanzas públicas, la responsabilidad fiscal, la transparencia y contra el país”.
A su vez el gobierno y la propia presidenta han calificado el proceso como un “golpe de estado” y han asegurado que esos actos, si bien pudieran sugerir alguna “falta” administrativa, no suponen un “delito de responsabilidad”, que es lo que la Constitución contempla para la destitución de un mandatario.
Si el juicio político prospera podría terminar con 13 años de gobierno del PT en un país profundamente dividido, y ello indica que quien salga “vencedor” no tendrá la partida fácil ante el escenario que se plantea a la mayor economía del Cono Sur sudamericano.
“Independientemente del resultado la crisis va a continuar, e incluso se agravará, porque el lado perdedor va a utilizar todos los instrumentos para boicotear a los ganadores. En cualquier caso, Brasil amanecerá peor”, dijo el analista político André César, al evaluar los acontecimientos.
Es que el gobierno brasileño fue perdiendo apoyo al ritmo de una grave crisis económica y una escandalosa trama de corrupción en Petrobras. Casi sin lealtades fuera del PT, Rousseff se confinó a actos partidarios y terminó acusando a Temer, su vicepresidente, de urdir un golpe de estado, pero con el paso de los meses su popularidad cayó en picada desde su reelección y actualmente se sitúa en alrededor del 10%.
Temer, del partido centrista PMDB, compartió fórmula con Rousseff en 2010 y 2014, pero en medio de la crisis decidió dejar la discreción que marcó su carrera política y asumió el rol de formar “un gobierno de salvación nacional”. El mes pasado su partido rompió con el PT y desde esas filas ahora lo acusan de traidor y golpista.
Más allá de la corrupción como factor detonante, debe tenerse presente que Brasil enfrenta una recesión histórica que ya entra en su segundo año y tiene como uno de sus principales problemas el déficit fiscal.
No es improbable además que la debacle política arrastre aún más a la economía más importante de América del Sur y termine por generar una reacción en cadena en los demás países de la región. Brasil padece una fuerte desaceleración de la productividad y un alto déficit fiscal, y se espera que la economía brasileña caiga 3,8% durante este año.
La interacción entre política y economía es clave, y como en otros regímenes populistas de izquierda de la región, con ejemplos notorios en Argentina y Venezuela, la corrupción ha sido una característica que ha pretendido enmascararse en discursos encendidos, medidas simpáticas mientras duró la bonanza económica que venía de afuera, distribución de dinero en sectores postergados pero sin a la vez incorporar políticas de sustentabilidad, y con gastos estatales exacerbados.
Sin la demanda exterior, la bonanza en la región ha dejado al desnudo gastos fijos ya instalados y dinero que se gastó a manos llenas sin retorno, sin pensar en el mañana, por lo que la supuesta “liberación” de la pobreza a millones de personas quedó solo en los enunciados. Ello se traduce en un legítimo descontento popular, de los engañados que creyeron en los discursos de los “iluminados” promotores de las engañifas de siempre.
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